Recibí en mi galería a una mujer sin hogar, rechazada por todos, y ella señaló un cuadro, diciendo: “Es mío”.
Tengo una pequeña y elegante galería de arte en el centro de Seattle: suelos de roble pulido, jazz suave, luz cálida sobre cuadros con marcos dorados. La gente bebe vino lentamente, asiente, susurra, fingiendo que sus murmullos transmiten sabiduría.
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Entonces, un jueves lluvioso, todo cambió. Estaba enderezando láminas cuando la vi: una mujer mayor sin hogar, de finales de los 60, con el pelo gris enmarañado, encorvada sobre un abrigo raído, temblando bajo el toldo. Perdida. Con frío. Desesperada. Antes de que pudiera llegar a la puerta, llegaron los clientes habituales: las perlas, los trajes, las coronas invisibles. Sus reacciones fueron inmediatas: “¡Dios mío, qué olor!” “¡Me está goteando agua por todos los zapatos!” “¡Sáquenla!” “¿Por qué la dejarían entrar?”. Sus hombros se tensaron. Se estremecía con cada mueca de desprecio. Kelly, mi asistente, susurró: “¿Quieres que…?”. “No”, dije con firmeza. “Que se quede”. La señora mayor entró, con el agua goteando sobre el suelo pulido y el abrigo colgando flácidamente. Los visitantes le dieron la espalda, susurraron, sonrieron con suficiencia. Uno murmuró: “Probablemente no sepa escribir ‘galería'”. Apreté los puños, pero mantuve la calma. Caminaba despacio, recorriendo con la mirada cada cuadro. Entonces se detuvo. Frente a un horizonte urbano al amanecer, con naranja y violeta fusionándose, sus ojos se abrieron de par en par, con los labios temblorosos. “Eso es… mío”, susurró. “Yo lo pinté”. La habitación se quedó en silencio. Entonces se oyó la primera risa: áspera, condescendiente. “¡Claro! Quizás tú también pintaste la Mona Lisa”. Siguieron susurros: “¡Ni siquiera me he duchado esta semana! ¡Mira ese abrigo!”. Ni se inmutó. Señaló la esquina del cuadro. Bajo el barniz: M. L. “¡¿Qué?!”, exclamé. Se me encogió el corazón. No mentía. No tenía ni idea de quién estaba frente a mí.
Helicópteros, drones y hospitales portátiles.
En Myanmar, los medios estatales confirmaron daños generalizados en pueblos de los estados de Shan y Kachin. Vídeos mostraban pagodas derrumbadas en montones de ladrillos, postes de electricidad quebrados como ramas y mercados destruidos. Muchos supervivientes han recurrido a cocinar en fogatas y a sacar agua de pozos, ante la incertidumbre de cuándo llegará la ayuda.
Al caer la noche, los desafíos se agravaron. Los rescatistas, con linternas frontales y respirando a través de máscaras para bloquear el polvo, continuaron buscando entre las ruinas alguna señal de vida. En varios lugares, se oyeron leves golpes bajo los escombros, lo que provocó frenéticos esfuerzos por excavar entre los escombros. “No sabemos cuántos siguen atrapados”, dijo un rescatista, “pero no nos detendremos”.
En el sur de China, los hospitales comenzaron a instalar centros de triaje al aire libre para gestionar la afluencia de pacientes heridos. Filas de camillas llenaban los patios, mientras los voluntarios repartían agua embotellada y mantas. Un médico de Kunming describió escenas de agotamiento y angustia: “Hemos visto extremidades aplastadas, heridas en la cabeza, quemaduras. Muchos pacientes ni siquiera tienen zapatos; corrían descalzos cuando empezó el temblor”.
Las repercusiones del terremoto llegaron hasta Bangkok y Daca, donde los residentes reportaron temblores leves. Si bien los daños fueron mínimos, el impacto psicológico se extendió mucho más allá de la zona del terremoto. Las redes sociales de toda Asia se inundaron de mensajes de apoyo, solicitudes de información y videos de la destrucción.
Al anochecer, las autoridades confirmaron que ya se habían registrado réplicas de magnitud superior a 5.0 en al menos seis ocasiones, lo que dificulta aún más las labores de rescate. Los sismólogos advierten que estos temblores podrían continuar durante semanas.
Convoyes de ayuda están en camino desde las provincias vecinas, con tiendas de campaña, combustible y raciones de emergencia. Aun así, la magnitud del desastre es desalentadora. Comunidades enteras permanecen inaccesibles, el suministro eléctrico se ha cortado en vastas zonas rurales y los hospitales se están quedando sin sangre y suministros médicos.
Por ahora, mientras los equipos de rescate excavan entre el metal retorcido y el hormigón con linternas, una verdad domina la región: el poder de la naturaleza sigue estando muy por encima del control humano. Lo que comenzó como una mañana cualquiera se ha convertido en una prueba de resistencia, compasión y supervivencia para millones de personas.
Como lo expresó un voluntario exhausto esta noche, de pie entre las ruinas de su ciudad natal: «Podemos reconstruir muros. Pero no podemos recuperar a la gente que hemos perdido».
Y con eso, el mundo observa, conteniendo la respiración, esperando que cuando el amanecer vuelva a brillar sobre las montañas de China y Myanmar, aún haya voces que respondan.