“La Caída del Silencio: Un Juego de Traiciones”

“La Caída del Silencio: Un Juego de Traiciones”

Una noche gélida descendía sobre Chicago y las calles aún brillaban bajo el eco de la lluvia reciente. Acababa de salir de la oficina, aflojándome la corbata, cuando la vi. Una niña —de no más de seis años— sola en la esquina de Oak Street, con los ojos enrojecidos y apretando desesperadamente un viejo conejo de peluche.

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—¿Estás perdida? —pregunté en voz baja, agachándome para encontrar su mirada.
Él asintió sin decir palabra, levantando un dedo tembloroso hacia una hilera de casas de ladrillo. —Mi casa está allá… pero no encuentro el número —susurró.
Le ofrecí la mano. La tomó sin dudarlo, sus pequeños dedos confiando en los míos. Pero había algo en su rostro… una inquietante familiaridad. La misma dulzura en los ojos. La misma expresión obstinada que tenía mi hija… la que perdí hace ocho años en aquel trágico accidente. Algo invisible se me apretó en el pecho.
Caminamos en silencio hasta que su vocecita interrumpió la quietud del aire. “Está aquí”, dijo al llegar frente a una casa de ladrillos rojos con persianas blancas.
Toqué el timbre. Solo un segundo. Dos. La eternidad pesaba en el aire. Entonces se abrió la puerta… y mi realidad se derrumbó.
Allí, en el umbral, estaba Emily. Mi esposa. O alguien con la misma cara. Exactamente la misma. El cabello pelirrojo cayéndole sobre el hombro. Los mismos ojos color avellana, brillando intensamente. Incluso la cicatriz en su ceja, la misma que yo tenía de aquel viaje a Utah.
Sentí que se me doblaban las rodillas. —¿Emily…? —musita, incredulidad—. Pero… moriste. Hace cinco años.
La niña gritó de alegría y corrió a sus brazos. —¡Mamá!
Pero la mujer no se movió. Sostuvo mi mirada con una frialdad cortante, y sus labios apenas se doblaron para soltarme: —No soy tu esposa.
Antes de que pudiera decir una palabra más, apareció otra figura: un niño de unos nueve, quizá diez años. Michael. Mi hijo. El mismo niño que crié solo desde el funeral de Emily.
Corrió, ¡directamente!, saltando a sus brazos como si lo hubiera estado esperando toda la vida.
—¡Mamá! —lloró, escondiendo la cara en el pecho.
El tiempo se detuvo. El mundo se había doblegado. Algo imposible acababa de suceder.
Ella lo abrazó fuerte. Ya no contenía las lágrimas, aunque su rostro seguía tenso, decidido. Entonces me miró y soltó un secreto que desgarró mi historia por completo:
—Tu esposa… no era quien creías. Y lo que te voy a contar, sobre mí, sobre ellos… es un secreto que mis padres murieron y nunca revelaron.
Y de repente comprendí que no se trataba de fantasmas. Era algo mucho más oscuro. Mucho más real.

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