EL CAMPESINO QUE PLANTABA NOMBRES
En lo alto de una sierra de Chiapas, donde las nubes bajan a saludar y el viento huele a tierra mojada, vivía don Tadeo, un campesino de rostro curtido, espalda encorvada y palabras justas. Tenía una pequeña parcela donde cultivaba maíz, calabazas y, según él, también nombres.
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—¿Cómo que nombres? —le preguntó una vez un reportero que subió desde la ciudad a hacer un documental sobre la vida rural.
—Sí, nombres —respondió don Tadeo, sin dejar de arar la tierra con sus botas gastadas—. Cuando alguien se me muere… yo lo planto.
El periodista lo miró como quien duda entre reír o tomar notas.
Don Tadeo, sin embargo, no parecía estar bromeando. Señaló un rincón del campo donde crecían unos girasoles enormes.
—Ahí está mi esposa, Clara. Le gustaban los colores fuertes. Dijo que quería ser flor si se moría. Y ahí está, mire qué hermosa.
El periodista intentó ocultar su incomodidad.
—¿Y cómo… planta un nombre?
Don Tadeo se limpió el sudor con el sombrero.
—Es fácil. Tomas una semilla, la entierras, y mientras lo haces, dices el nombre. Pero no lo dices con la boca… lo dices con el corazón. Así la tierra lo guarda. Y cuando brota, no es solo una planta. Es un recuerdo que respira.
El joven volvió a la ciudad con esa historia grabada, pero nunca la publicó. Pensó que nadie la creería. Pero no la olvidó.
Pasaron los años. Don Tadeo siguió sembrando. No solo maíz. También nombres: el de su perro viejo, el de su madre, el de su mejor amigo que se fue sin despedirse. Cada planta tenía un significado. Y cada quien del pueblo, cuando perdía a alguien, le pedía a don Tadeo que plantara un nombre por ellos.
—¿Qué flor crece con el nombre de un padre ausente? —preguntó un adolescente una tarde.
—Una bugambilia. Es fuerte, crece en piedra y no pide permiso —respondía don Tadeo, sin dudar.
Con el tiempo, su parcela se volvió un jardín indomable. No tenía orden. Había flores, árboles pequeños, plantas silvestres, enredaderas. Era un mapa vivo de sus memorias. Un cementerio sin tumbas, pero con vida.
Un día, don Tadeo no salió a trabajar. Los vecinos esperaron. Golpearon su puerta. Nadie respondió.
Lo encontraron dormido en su hamaca, con las manos entrelazadas y una paz serena en el rostro.
No dejó testamento. Solo una nota escrita en una hoja reciclada:
“Si alguien quiere recordarme, no recen. Plántenme. Y no usen mi nombre… usen el suyo. Porque yo ya estoy en la tierra. Y la tierra… siempre florece.”
Esa semana, todo el pueblo bajó a su parcela. Niños, ancianos, mujeres, hombres. Cada uno con una semilla. Algunos lloraban. Otros reían. Todos sembraban.
Y desde entonces, en lo alto de aquella sierra, hay un campo que no es un campo. Es un lugar donde los nombres florecen.
Porque hay personas que no se van… se transforman en raíces, y en cada hoja nueva, nos vuelven a decir que el amor no muere: simplemente cambia de forma.