Sin Comida,Sin Agua Solo la Leche de la Viuda Apache Mantuvo Vivo al Vaquero Moribundo en el Desiert

Sin Comida,Sin Agua Solo la Leche de la Viuda Apache Mantuvo Vivo al Vaquero Moribundo en el Desiert

La Leche de la Viuda Apache

El sol del desierto ardía como un hierro al rojo vivo sobre la piel agrietada de Jack Harlan, el vaquero errante. Yacía boca arriba en la arena, los labios partidos y la lengua hinchada como un sapo muerto. Maldición, pensó, o al menos intentó pensar mientras sus ojos se nublaban con visiones de ríos que no existían. Había cabalgado demasiado lejos, huyendo de los federales mexicanos que lo perseguían por el asalto al banco en Sonora, donde había matado a tres hombres en un tiroteo que dejó el salón oliendo a pólvora y sangre. Pero ahora el desierto lo tenía atrapado, sin comida, sin agua, solo el zumbido de los buitres esperando su último aliento.

Una sombra se cernió sobre él. No era un ave carroñera, sino una figura envuelta en mantas apache, con ojos negros como pozos sin fondo. ¿Era real o solo otra alucinación? La mujer se arrodilló y, en un gesto de agonía, Jack sintió algo cálido y vital goteando en su boca seca: leche materna, el único elixir que lo separaba de la muerte. Jack parpadeó, luchando contra la niebla en su mente. Había oído historias de los apaches en las cantinas de Chihuahua, guerreros feroces que cortaban cabelleras y dejaban a los blancos pudriéndose bajo el sol. Pero esta mujer no parecía un fantasma vengador; era joven, con el cabello negro trenzado y una cicatriz cruzándole la mejilla, como si un cuchillo la hubiera marcado en una batalla pasada.

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—¿Por qué me salvas? —murmuró él en español ronco.

Ella no respondió, solo presionó su pecho contra sus labios agrietados, obligándolo a beber. El sabor era dulce, casi prohibido, un secreto del desierto que lo revivía gota a gota. Jack sintió un escalofrío. Quizás ella lo engordaba para sacrificarlo después, como en esas leyendas de brujas del desierto que devoraban almas.

Horas antes, Jack había sido un hombre con suerte. Cabalgaba su mustang negro a través de las dunas de Coahuila con un saco de monedas de oro robadas colgando de la silla. Los federales lo habían acorralado en un cañón, disparando balas que silbaban como serpientes. Él respondió con su colt, derribando a dos, pero una bala rozó su hombro y su caballo se desplomó bajo él, muerto de sed. Caminó tropezando hasta que el desierto lo tragó.

Ahora esta apache viuda, porque eso era, lo supo por el luto en sus ojos, lo arrastraba hacia una cueva oculta en las rocas donde el aire era fresco y húmedo. Ella lo alimentó de nuevo, su cuerpo temblando mientras él succionaba como un ternero hambriento. Dios santo. El pensamiento lo golpeó como un rayo. ¿Y si ella tenía un hijo muerto y él era el reemplazo macabro? El suspense lo carcomía. Cada sorbo podía ser el último, envenenado con alguna hierba apache.

La mujer se llamaba Naya, aunque Jack no lo supo hasta la noche, cuando el fuego crepitaba en la cueva y ella habló en un español entrecortado, aprendido de misioneros cautivos.

—Mi hombre, muerto por blancos como tú —dijo su voz afilada como un tomahawk—. Federales lo mataron pensando que era bandido.

Jack tragó saliva, sintiendo el peso de su revólver escondido bajo la manta. ¿La mataría mientras dormía? No, ella lo necesitaba vivo, o al menos eso parecía. Le contó su historia: viuda de un guerrero apache, huyendo de su tribu después de que un chamán la acusara de traer mala suerte. Su bebé había muerto de hambre en el desierto, pero su leche aún fluía. Un milagro cruel que ahora salvaba a este forajido.

Jack sintió un nudo en el estómago. Beber de ella era como robar el alma de un muerto. ¿Qué pasaría cuando se secara? El suspense lo mantenía despierto. Quizás ella planeaba usarlo para vengarse de los federales o, peor, sacrificarlo en un ritual apache para apaciguar a los espíritus.

Al amanecer, Naya lo obligó a moverse.

—Vienen —susurró, señalando el horizonte donde una nube de polvo anunciaba jinetes federales, sin duda, olfateando su rastro como perros salvajes.

Jack se levantó tambaleante, fortalecido por esa leche misteriosa que corría por sus venas como fuego líquido. Montaron en un poni apache que ella había escondido, galopando hacia las montañas de Sierra Madre. El sol los azotaba, pero cada vez que Jack flaqueaba, Naya se detenía en una sombra ofreciéndole su pecho. Era shocking, suspensivo, como un vaquero endurecido dependía de una mujer enemiga.

En un alto, ella le confesó:

—Te salvo porque odio más a ellos que a ti. Mataron a mi familia en un raide.

Jack vio la furia en sus ojos y un escalofrío lo recorrió. Quizás ella lo usaría como cebo, atrayendo a los perseguidores para masacrarlos.

El desierto se volvía más hostil, con cañones laberínticos donde ecos de disparos rebotaban como risas demoníacas. En una emboscada, dos federales aparecieron de la nada, rifles en mano.

—¡Alto, gringo! —gritó uno.

Jack, revitalizado, sacó su colt y disparó, acertando en el pecho del primero. El segundo cargó, pero Naya, con un cuchillo oculto, saltó como una pantera y le cortó la garganta en un movimiento fluido. Sangre salpicó la arena y Jack miró horrorizado. ¿Era aliada o asesina? Ella limpió la hoja en la camisa del muerto, sonriendo por primera vez. Una sonrisa que helaba la sangre.

—Ahora somos iguales —dijo.

El suspense crecía. Jack se preguntaba si, una vez vengada, ella lo traicionaría, dejándolo morir sediento. De nuevo.

Noche tras noche acampaban en cuevas donde Naya lo alimentaba en la oscuridad, sus susurros contando leyendas apache de espíritus que poseían cuerpos ajenos.

—Mi leche te cambia —murmuró una vez mientras él bebía.

Jack sintió un cambio. Visiones de batallas antiguas invadían sus sueños, como si el espíritu de su marido muerto entrara en él. ¿Era brujería? El hook lo mantenía en vilo. Quizás ella lo convertía en apache, borrando su identidad blanca.

En un pueblo fantasma cerca de la frontera encontraron un pozo seco, pero Naya lo salvó de nuevo. Su cuerpo, el único manantial. Allí, un viejo minero los vio y gritó:

—¡Bruja apache, te chupa el alma!

Jack dudó, pero disparó al viejo para silenciarlo. Se convertía en monstruo por ella.

Los federales se acercaban, liderados por el capitán Ruiz, un hombre con cicatrices de guerras indias, obsesionado con capturar a Jack. En un cañón estrecho, la trampa se cerró. Balas volaban y Jack, herido en la pierna, cayó. Naya lo arrastró a una grieta, ofreciéndole su pecho una vez más.

—Bebe o morimos —ordenó.

El sabor era más fuerte ahora, adictivo como opio del desierto. Con fuerzas renovadas, Jack emergió disparando, matando a tres, pero Ruiz lo acorraló.

—Ríndete, vaquero, tu india no te salvará.

Naya surgió de las sombras, lanza en mano, clavándola en el capitán. El hombre cayó gorgoteando, pero antes de morir disparó, hiriendo a Naya en el costado. Herida, Naya se debilitó, su leche escaseando. Jack la cargó en el pony, cabalgando hacia un oasis legendario que ella mencionaba en delirios. El desierto los probaba: tormentas de arena que cegaban, coyotes que aullaban como almas perdidas.

En una noche, Naya confesó el secreto:

—Mi leche es sagrada. Quien bebe debe pagar con sangre.

Jack tembló, ¿qué pago exigía? Al llegar al oasis, un charco milagroso rodeado de palmeras, Naya se derrumbó.

—Mátame —suplicó—, o el espíritu de mi marido te poseerá para siempre.

Suspenso máximo. Jack levantó el colt, dedo en el gatillo, pero no pudo. En cambio, la besó, bebiendo una última gota mientras ella moría en sus brazos.

Solo en el oasis, Jack bebió agua real por primera vez, pero el sabor era insípido comparado con su leche. Con los federales muertos atrás, él cabalgó hacia el norte, cambiado para siempre.

Rumores se extendieron en las cantinas. Un vaquero poseído por un apache, matando con furia india. Era verdad. El desierto guardaba el secreto, pero una cosa era cierta: sin comida, sin agua, solo la leche de la viuda apache lo mantuvo vivo… y quizás lo condenó eternamente.

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