¿Mamá, te has vuelto ermitaña? El Refugio en San Cristóbal que Sanó su Alma
El sol de la mañana se alzaba sobre San Cristóbal de las Casas, Chiapas, tiñendo de oro los tejados de tejas rojas y las calles empedradas el 7 de agosto de 2025 a las 11:35 PM +07, una aurora que bañaba los jardines de flores silvestres y los manzanos en flor de la casa de campo de Marina Hernández, una mujer de 45 años que apenas seis meses atrás no habría imaginado despertar al canto de los colibríes en lugar del rugido ensordecedor de la ciudad, su vida transformada por un divorcio que había sido un torbellino de dolor y liberación, un capítulo cerrado tras vender el apartamento en Tuxtla Gutiérrez, repartir las pertenencias con un esposo que ya no reconocía, y adquirir esta pequeña cabaña en las afueras, un refugio donde el silencio era su nuevo compañero y la brisa traía consigo el aroma a tierra húmeda y jazmines, y aunque su profesión como programadora le permitía trabajar remotamente desde cualquier rincón, aquí encontraba una paz que nunca había saboreado, un espacio donde cultivaba un huerto de chiles y tomatillos, plantaba dalias de colores vivos y acondicionaba una cocina de verano con paredes de adobe, un santuario donde, por primera vez en años, sentía que la vida era completamente suya, un lienzo en blanco para pintar con sus propias manos. Pero esa calma matinal, tan preciada, fue interrumpida por la voz insistente de su hija Alina, una joven de veinte años con ojos brillantes y un espíritu indomable, quien, durante una videollamada la noche anterior, había protestado con una mezcla de preocupación y frustración, “¿Mamá, te has vuelto ermitaña? Vive en la ciudad, conoce gente, sal con hombres, no te aísles así,” sus palabras cargadas de amor pero también de un reproche que hería, y Marina, con una sonrisa triste, había respondido, “Hija, aquí estoy viva de verdad,” un argumento que Alina no terminaba de aceptar, viendo en la reclusión de su madre una rendición, no una victoria.
Marina se apoyaba en la ventana de su cocina, la taza de café caliente en sus manos, contemplando cómo la luz del sol danzaba sobre los manzanos, los frutos maduros prometiendo una cosecha abundante, y por un instante, cerró los ojos, dejando que el canto de los pájaros llenara su alma, un bálsamo para las heridas del pasado, el divorcio que la había liberado pero también dejado sola, un vacío que llenaba con el sonido de la tierra y el trabajo de sus manos, y fue en ese momento de introspección que un timbrazo cortó el aire, un sonido extraño que la sacó de su ensueño, y al abrir la puerta, se encontró con una figura familiar, Svetlana Morales, su prima tres años menor, una mujer de sonrisa radiante pero ojos astutos, quien exclamó con entusiasmo, “¡Marina! ¡Soy Sveta, tu prima! ¿Recuerdas?” y aunque el rostro de Svetlana traía recuerdos de infancia, de juegos en patios polvorientos y risas compartidas, también despertaba una sombra de cautela, pues su relación se había diluido tras la escuela, limitándose a encuentros esporádicos en bodas y funerales, y ahora, aquí estaba, con una maleta pequeña y una energía que contrastaba con la tranquilidad de Marina, quien, tensa pero incapaz de negarse a un familiar, respondió, “Claro, Sveta, ¿cómo estás? Pasa,” abriendo la puerta con una mezcla de curiosidad y aprensión, mientras Svetlana, entrando con paso seguro, explicó, “Alina me contó de tu casa de campo, ¡qué maravilla! Me alegro mucho por ti, ¿puedo quedarme unos días? Tengo ganas de conocer tu nido,” y aunque la oferta sonaba inocente, Marina sintió un nudo en el estómago, su instinto advirtiéndole que esta visita podía alterar su paz recién encontrada.
Los días siguientes fueron un torbellino, Svetlana llenando la casa con su risa y sus demandas, pidiendo desayunos elaborados de chilaquiles y café de olla, paseos por el pueblo que dejaban a Marina agotada, y charlas interminables sobre hombres que había conocido en la ciudad, una energía que chocaba con la serenidad de la cabaña, y aunque Marina intentaba ser hospitalaria, preparando tamales y abriendo su corazón, pronto notó que Sveta se aprovechaba, dejando platos sucios, pidiendo favores como lavar su ropa, y sugiriendo mejoras en la casa que implicaban gastos, un comportamiento que despertaba recuerdos de infancia, cuando Svetlana siempre encontraba la manera de tomar más de lo que daba, y una noche, mientras lavaba los platos sola, Marina estalló, “Sveta, esto no es un hotel, necesito mi espacio,” su voz temblando de frustración, y Svetlana, con una sonrisa tensa, replicó, “Solo quería ayudarte a socializar,” pero la excusa sonó hueca, y al día siguiente, tras una discusión sobre una factura de mercado que Sveta se negó a compartir, la prima anunció su partida, dejando tras de sí un silencio pesado pero liberador.
Alina, al enterarse por una llamada, llegó el fin de semana siguiente, su rostro lleno de preocupación pero también de orgullo, y al abrazar a su madre, dijo, “Mamá, te has vuelto ermitaña, pero una ermitaña fuerte, Sveta siempre se aprovechó de ti, la recuerdo así desde niña,” y Marina, con lágrimas en los ojos, respondió, “Tienes razón, hija, pero ahora sé poner límites,” un aprendizaje que la llenó de fuerza, y juntas ordenaron la casa, el sol ocultándose tras el horizonte, pintando el cielo de púrpura, mientras preparaban té de manzanilla en la terraza, y Alina, con una sonrisa, preguntó, “¿Puedo venir los fines de semana? Aquí es tan bonito y tranquilo,” y Marina, con el corazón henchido, dijo, “Siempre, cariño, este es tu hogar,” un lazo que se fortalecía, y aunque Sveta no volvió a llamar, Marina no lo lamentó, comprendiendo que la verdadera familia valora la bondad, no la explota, y su refugio en San Cristóbal se convirtió en un símbolo de paz y límites, un lugar donde solo entraban quienes respetaban su alma.
Reflexión: La historia de Marina nos abraza con la lucha por encontrar paz y la valentía de establecer límites, ¿has sentido la liberación de decir no a quien te usa?, comparte tu experiencia, déjame sentir tu fuerza.