En la escuela prestigiosa, cada año desaparece un alumno que nadie recuerda haber existido

En la escuela prestigiosa, cada año desaparece un alumno que nadie recuerda haber existido

El Colegio San Bartolomé siempre había sido sinónimo de excelencia. Fundado en 1893 por un grupo de aristócratas madrileños, se levantaba sobre una colina rodeada de cipreses, con una fachada de piedra gris que recordaba a los antiguos monasterios europeos. Cada rincón olía a historia, a tradición… y, según algunos, a algo más oscuro.

Los alumnos caminaban por los pasillos con sus uniformes impecables, entre retratos de antiguos directores y vitrinas llenas de trofeos. Nadie hablaba demasiado de lo que ocurría cada año, pero todos lo sabían: cada curso, un estudiante desaparecía. Sin ruido, sin escándalo, sin explicación. Y lo más inquietante era que, poco después, nadie recordaba que esa persona hubiera existido jamás.

Ni los profesores, ni los amigos, ni siquiera los registros académicos.
Solo quedaban pequeños huecos, como grietas en la memoria colectiva: un pupitre vacío que nadie reclamaba, un nombre borrado en la lista de clase, una foto grupal con un espacio extraño entre dos estudiantes.


El protagonista de esta historia se llamaba Daniel Soria, un chico de dieciséis años que había ingresado en el colegio gracias a una beca. Era brillante, reservado y algo desconfiado. Desde su primer día, había sentido que algo no encajaba. Había escuchado rumores en el dormitorio, conversaciones interrumpidas en los pasillos y, sobre todo, una sensación constante de ser observado.

Una noche, mientras revisaba unos apuntes en la biblioteca, encontró algo inusual: un viejo anuario, escondido detrás de los tomos de Historia del Arte. En la portada ponía “Promoción 2011”. Lo abrió por curiosidad.
Las páginas estaban llenas de rostros sonrientes, pero al llegar a la última, notó algo extraño. Había un recuadro en blanco, un espacio vacío donde debería estar la foto de un alumno. Debajo, solo quedaban restos de tinta corrida, como si alguien hubiera borrado un nombre con desesperación.

Daniel preguntó al día siguiente a su compañera Lucía, una chica de cabello rojizo que parecía saber más de lo que decía.
—Oye, ¿tú sabes quién falta en el anuario de 2011? —preguntó en voz baja durante el desayuno.
Lucía lo miró con los ojos entrecerrados, como si no entendiera la pregunta.
—¿Qué anuario? Aquí no se guardan esos libros —dijo, algo confusa.
Pero Daniel estaba seguro de haberlo visto. Esa misma tarde regresó a la biblioteca… y el libro había desaparecido.


A medida que avanzaban las semanas, Daniel comenzó a notar comportamientos extraños.
En las clases de matemáticas, el profesor hablaba de grupos con un número de alumnos que no coincidía.
En el comedor, los menús parecían tener raciones de más.
Y una noche, mientras todos dormían, Daniel juró haber escuchado pasos en el pasillo del dormitorio y una voz que susurraba nombres.

Una madrugada, decidió seguir el sonido. Bajó en silencio las escaleras del ala este, la parte más antigua del colegio, donde ya nadie tenía clases. Allí, tras una puerta oxidada, encontró un sótano con olor a humedad.
Al encender la linterna del móvil, vio filas de archivadores, cada uno con nombres, fechas y números de matrícula.
Pero los documentos estaban incompletos, con espacios vacíos y páginas arrancadas.

En una carpeta medio abierta leyó un nombre: “Marina Paredes – 2017”.
Daniel sintió un escalofrío. Esa era la chica que aparecía en una vieja foto que había visto en la pared del dormitorio… o al menos creía haberla visto. Al volver a mirar la foto esa misma noche, ya no estaba allí.


Lucía empezó a cambiar su actitud. Se mostraba más distante, más vigilante. Una tarde, cuando Daniel intentó contarle lo que había visto, ella le interrumpió con un tono helado:
—No sigas, Daniel. No quieres ser el próximo, ¿verdad?
—¿El próximo qué? —preguntó él.
Lucía bajó la voz.
—El próximo en desaparecer.

Esa noche, Daniel no pudo dormir. Soñó con pasillos interminables y con los retratos de antiguos alumnos cuyos ojos lo seguían. Al despertar, decidió escribir todo lo que sabía en un cuaderno y esconderlo bajo una baldosa suelta del suelo. “Por si acaso”, se dijo.


Llegó el día del aniversario del colegio, una gran celebración en la que se reunían antiguos alumnos y familias. Los directores ofrecían discursos sobre “el legado del conocimiento y la excelencia”.
Mientras los demás reían y brindaban, Daniel se escabulló hacia el sótano de nuevo. Pero esta vez, no estaba solo.
Una figura lo esperaba en la oscuridad. Era el director, el señor Herrera, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

—Eres curioso, Daniel —dijo con voz grave—. Siempre los becados lo son.
—¿Qué hacen con ellos? ¿Por qué desaparecen? —gritó el chico.
El director dio un paso adelante.
—No desaparecen, muchacho. Solo dejan de existir. Este lugar… no tolera el olvido, sino que lo crea.

El hombre le mostró un libro antiguo, cubierto de polvo y encuadernado en cuero. Dentro, había páginas llenas de nombres escritos y luego tachados.
—Cada año, el colegio necesita una mente pura, una memoria viva, para mantener su perfección. Los elegidos son absorbidos por su historia.
Daniel retrocedió, horrorizado.
—Eso es imposible.
—Ya verás —susurró el director, abriendo el libro.

Una ráfaga de viento recorrió la sala. Las luces parpadearon. Daniel sintió cómo su cuerpo se debilitaba, cómo los recuerdos de su familia, de su infancia, se disolvían como humo.
Entonces oyó una voz familiar: Lucía.
—¡Corre, Daniel! —gritó, irrumpiendo con una linterna y empujando al director.

Los dos huyeron por el pasillo, con el libro en las manos. Pero cuando llegaron a la puerta principal, los guardias del colegio ya estaban allí, con rostros inexpresivos, casi vacíos.
Lucía lo miró con desesperación.
—Tienes que salir tú —dijo—. Si uno de nosotros queda, el ciclo se rompe.
—No te dejaré.
—Ya no tienes elección.

Lucía abrió el libro y pronunció unas palabras en voz baja. De pronto, el aire se llenó de un zumbido grave. Daniel vio cómo el rostro de ella se desvanecía lentamente, como si nunca hubiera existido.
La puerta se abrió. Él escapó.


Días después, Daniel despertó en su cama, en un pequeño apartamento de Madrid. Su uniforme ya no estaba, ni su cuaderno, ni el libro. Cuando intentó recordar qué hacía en ese colegio, su mente se quedó en blanco.
Entró a internet para buscar “Colegio San Bartolomé”.
No encontró nada.

Y, sin saber por qué, una lágrima le resbaló por la mejilla.

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