🌹 “La mujer que olvidó ser madre”

La Madrastra: El secreto de Stephen

El viento azotaba los árboles del viejo jardín de la casa Whitmore, una mansión de piedra gris en las afueras de Brighton. Desde hacía semanas, la atmósfera en el hogar era densa, casi irrespirable. Los niños —Liam, de doce años, y Sophie, de diez— habían notado los silencios prolongados, las miradas cruzadas entre su padre y la nueva esposa, Mary.

Stephen, su padre, era un hombre reservado, de voz pausada y mirada que parecía guardar mil cosas sin decir. Mary, por su parte, intentaba sonreír, cocinar con ellos, leerles cuentos… pero había algo en sus ojos que nunca cuadraba del todo. Era una tristeza contenida, algo más que la simple incomodidad de ser la “madrastra”.

Desde que su madre, Eleanor, había muerto en un accidente hacía seis años, la casa nunca volvió a ser la misma. O al menos eso creían los niños. Stephen había evitado hablar del pasado, de su matrimonio anterior o del accidente. Cuando Mary apareció dos años atrás, los niños apenas tenían recuerdos claros de su madre. Mary trató de llenar ese vacío, pero Sophie, especialmente, mantenía las distancias.

Una noche de octubre, todo cambió.


Llovía con fuerza. Las gotas golpeaban los ventanales como si intentaran romperlos. Stephen estaba en el estudio, revisando viejos documentos. Mary preparaba té en la cocina. Los niños jugaban en el pasillo cuando Sophie, curiosa como siempre, se acercó a la puerta del estudio entreabierta.

—Papá… —susurró, pero Stephen no la oyó. Él sostenía una fotografía en las manos, una foto amarillenta en la que aparecían él, una mujer de cabello oscuro y dos niños pequeños.

Sophie frunció el ceño. Reconoció el colgante que la mujer llevaba al cuello… el mismo que Mary siempre usaba.

Su respiración se aceleró. Se retiró sin hacer ruido y corrió a su habitación. Buscó en su cajón la foto familiar que había visto hacía tiempo, la única que quedaba de su madre Eleanor. Pero al compararlas, se dio cuenta de algo imposible: la mujer de ambas fotos era la misma.

—No puede ser… —murmuró.

Esa noche no durmió.


A la mañana siguiente, Sophie decidió enfrentarse a Mary. La encontró en el jardín, regando las hortensias, como hacía cada domingo.

—¿Por qué tienes el mismo colgante que mi mamá? —preguntó de golpe.

Mary se congeló. El agua siguió cayendo de la regadera, empapando el suelo hasta formar un pequeño charco.

—Sophie… —dijo con voz temblorosa—, ¿dónde viste eso?

—Anoche. Vi una foto. Y tú estabas ahí… con papá… y conmigo y con Liam. Pero era hace mucho tiempo.

Mary bajó la mirada. Sus labios temblaron, y por un momento, Sophie creyó ver lágrimas. Pero Mary se contuvo, respiró hondo y dijo simplemente:

—Tu padre debe explicártelo. No yo.


Esa tarde, Stephen los reunió en la sala. El fuego crepitaba en la chimenea. Liam miraba confundido a su padre, mientras Sophie se aferraba al sofá, esperando respuestas.

Stephen dejó sobre la mesa la fotografía. Se sentó frente a ellos, exhausto.

—Hay algo que debí contarles hace mucho —empezó—. Algo que cambié… que oculté por miedo.

Mary estaba de pie junto a la ventana, dándole la espalda.

—Cuando su madre… cuando Eleanor… “murió” —dijo con dificultad—, en realidad, no murió.

El silencio fue absoluto. Solo se oía el tic-tac del reloj de pared.

—¿Qué? —susurró Liam, sin entender.

Stephen apretó los puños.

—Eleanor sufrió un accidente aquella noche, sí. Su coche cayó al río. La corriente era fuerte y… cuando los equipos de rescate llegaron, no hallaron su cuerpo. Yo… creí que había muerto. Pero no fue así.

Sophie miró hacia Mary, que seguía inmóvil, como si esperara la sentencia final.

—Un año después —continuó Stephen—, la encontré. En un hospital de Londres. No recordaba nada. Amnesia total. Su rostro… estaba diferente. Las cicatrices del accidente… —hizo una pausa, tragando saliva—. Fue sometida a varias cirugías reconstructivas. Y su mente… su mente había borrado todo. Su nombre, su pasado, ustedes.

—¿Entonces…? —dijo Sophie— ¿Mary…?

Stephen asintió, con los ojos vidriosos.

—Mary es Eleanor. Es su madre.


El mundo pareció detenerse. Liam se levantó de golpe.

—¡Eso no puede ser! ¡Mi mamá está muerta! ¡Tú dijiste que estaba muerta!

—Lo creí, hijo. Y cuando la encontré, ya no era la misma. Los médicos me dijeron que cualquier intento de forzarle la memoria podría destruirla mentalmente. Así que… acepté que “Eleanor” había desaparecido. Le di un nuevo nombre, una nueva vida. Y cuando sus recuerdos no regresaron… —miró a Mary— decidimos seguir adelante.

Mary se volvió hacia los niños, con lágrimas corriéndole por las mejillas.

—Yo no recuerdo nada —dijo, apenas audible—. Pero cuando los miro… hay algo en mí que… duele. Como si los conociera desde siempre.

Sophie corrió hacia ella y la abrazó. Mary la sostuvo con fuerza, llorando en silencio. Liam, en cambio, se quedó de pie, incapaz de asimilarlo.


Durante las semanas siguientes, la casa se llenó de un silencio tenso. A veces Mary se encerraba en su habitación durante horas, revisando cajas viejas con fotos, cartas y juguetes. Otras noches, se despertaba gritando, con pesadillas que mezclaban recuerdos borrosos: el río, el fuego, los gritos.

Hasta que una noche, mientras Sophie dormía, Mary entró en su cuarto. Se sentó al borde de la cama, con una expresión distinta.

—Sophie —susurró—, anoche soñé contigo. Tenías tres años. Estabas en el jardín, recogiendo flores… y me dijiste: “Mamá, las hortensias son tus favoritas.”

Sophie abrió los ojos.

—Eso… eso es verdad —dijo—. Eran las flores favoritas de mamá.

Mary sonrió débilmente.

—Creo que estoy recordando.


Pasaron los meses, y los recuerdos regresaban poco a poco. No todos, pero los suficientes para que la verdad se asentara entre ellos. Stephen, atormentado por la culpa, intentó reparar lo que el silencio había destruido.

Un día, mientras caminaban los cuatro junto al acantilado, Mary se detuvo. El viento soplaba fuerte, igual que aquella noche de la tormenta años atrás.

—Stephen —dijo ella—, recuerdo el accidente. Recuerdo que discutimos. Yo quería irme con los niños a casa de mi madre, y tú… tú me seguiste. El coche resbaló, y caímos al río. Tú me salvaste, ¿verdad?

Stephen asintió, con lágrimas en los ojos.

—No pude salvarte del todo. Pensé que te había perdido.

Mary lo abrazó. Los niños se acercaron y, por primera vez en mucho tiempo, todos se fundieron en un mismo abrazo.


La verdad, como la marea, había regresado. No podía borrar el pasado, pero sí sanar las heridas.

Mary ya no era “la madrastra”. Era la madre que el tiempo y el destino habían arrebatado, y que, de algún modo, había vuelto para quedarse.

Y aunque las cicatrices nunca desaparecieron del todo, el amor —como las hortensias en su jardín— floreció otra vez, incluso después de la tormenta.

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