Duele, Es Mi Primera Vez Esta Noche – La Novia Virgen Le Dijo al Vaquero Solitario, Él Dijo Voy…
La primera vez de todas las noches
El sol se hundía tras las sierras de Sonora, tiñendo de sangre el cielo y alargando la sombra sobre el jacal de adobe donde Anselmo esperaba. Había llegado al rancho La Esperanza tres días atrás, sombrero calado hasta las cejas y una herida de bala en el hombro que aún palpitaba bajo la camisa raída. Don Refugio, el patrón, lo contrató sin preguntas. —Necesito un hombre que sepa callar y disparar. Anselmo sabía ambas cosas.
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En el corral, los caballos relinchaban inquietos. Dentro, la lámpara de queroseno apenas iluminaba las vigas ennegrecidas por el humo. Sobre la mesa, una botella de mezcal mediada y dos vasos. Anselmo se sirvió otro trago; el licor le quemaba la garganta como la memoria de su madre, muerta de fiebre cuando él tenía diez años. Desde entonces había vagado de pueblo en pueblo, de mina en mina, siempre solo.
La puerta se abrió con un chirrido. Entró ella, Catalina, la hija menor de Don Refugio. Llevaba el rebozo negro sobre los hombros y el cabello suelto, negro como ala de cuervo. Sus ojos eran dos carbones encendidos. Nadie en el rancho ignoraba que el patrón la había prometido al hijo del hacendado de Guaymas, un tal licenciado que nunca había visto un caballo de cerca. Pero Catalina había huido la noche anterior, dejando una nota:
Me caso con quien yo elija.
—Anselmo —dijo cerrando la puerta—, mi padre viene detrás con sus hombres.
Él se puso de pie lentamente, la mano cerca del revólver. —¿Y tú qué quieres de mí?
—Que me saques de aquí, que me lleves lejos.
Su voz temblaba, pero no de miedo.
—Dicen que eres el mejor jinete de la sierra, que conoces los caminos donde ni los rurales se atreven.
Anselmo la miró. Era hermosa, sí, pero había algo más: una rabia contenida, como un río a punto de desbordarse.
—¿Por qué yo?
—Porque eres el único que no me mira como si ya fuera propiedad de alguien.
Un silencio pesado cayó entre ellos. Afuera se oían cascos de caballos acercándose.
—Tenemos poco tiempo —dijo él, tomando el rifle de la pared—. Mi caballo está ensillado, pero si vienes conmigo, no hay vuelta atrás.
Catalina asintió, se quitó el rebozo y lo dobló con cuidado, como si fuera la última vez que tocara algo de su vida anterior.
Salieron por la puerta trasera. La noche era tibia y olía a mesquite. Anselmo ayudó a Catalina a montar detrás de él en el alazán. El animal resopló sintiendo el peso extra. Partieron al trote, dejando atrás el jacal y las luces del rancho. Cabalgaron toda la noche por veredas que sólo Anselmo conocía. Cuando el cielo comenzó a clarear, llegaron a una cueva en la ladera del cerro El Pinacate.
Allí desmontaron. Catalina se dejó caer al suelo, exhausta. —Duele —dijo de pronto, tocándose el vientre—. Todo duele.
Anselmo la miró alarmado. —¿Estás herida?
—No. Es mi primera vez esta noche —bajó la mirada—. Nunca había montado tanto, ni tan rápido.
Él soltó una carcajada ronca, la primera en meses. —Pensé que hablabas de otra cosa.
Catalina lo miró con una mezcla de pudor y desafío. —¿Y si hablara de eso también?
El aire se cargó de electricidad. Anselmo se quitó el sombrero y lo colgó de una estalactita. Se acercó a ella lentamente.
—Catalina, si vienes conmigo, será para siempre. No soy hombre de medias tintas.
Ella se puso de pie, tambaleante, pero decidida. —Entonces, enséñame lo que es para siempre.
Se besaron bajo la luz mortecina que se filtraba por la entrada de la cueva. Fue un beso torpe al principio, luego desesperado. Las manos de Anselmo temblaban al desabrochar los botones del vestido de Catalina. Ella se aferró a su camisa, rasgándola en su urgencia.
—Duele —susurró ella cuando él la tendió sobre la manta de montar—. Es mi primera vez esta noche.
Anselmo se detuvo, mirándola a los ojos. —Te lo dije, seré cuidadoso.
Y lo fue. Cada caricia era una pregunta, cada gemido una respuesta. Cuando finalmente se unieron, Catalina lloró de dolor, de placer, de liberación. Anselmo besó sus lágrimas, susurrando palabras en náhuatl que había aprendido de su madre, palabras de protección, de amor eterno.

Después yacieron abrazados, escuchando el viento que silbaba en la entrada de la cueva. Catalina trazaba con el dedo las cicatrices de Anselmo.
—¿Todas tienen historia? —Todas menos una —respondió él, tomando su mano—. Esta es nueva. ¿La hiciste tú?
Ella sonrió por primera vez desde que habían huido. Afuera, el sol ya estaba alto cuando oyeron los primeros disparos.
Anselmo se vistió rápidamente, cargando el rifle. —Quédate aquí —ordenó.
—No —dijo Catalina, poniéndose el vestido—. Si morimos, que sea juntos.
Salieron a la luz cegadora. Abajo, en el valle, una docena de jinetes avanzaba. Al frente cabalgaba Don Refugio, el rostro congestionado por la furia.
—¡Anselmo! —gritó el patrón—. Devuélveme a mi hija o te mato como a un perro.
Anselmo apuntó con el rifle. —Baje el arma, Don Refugio. Ella ya no es suya.
Un disparo resonó. La bala rozó el sombrero de Anselmo. Catalina gritó. Entonces pasó algo inesperado. Desde las rocas superiores, una ráfaga de disparos derribó a tres de los hombres de Don Refugio. Eran los vaqueros del rancho vecino que habían visto a Catalina huir y decidieron seguirla en secreto.
—¡Váyanse! —gritó el caporal—. Esto no es asunto de ustedes.
Pero los vaqueros no se movieron. Uno de ellos, un muchacho llamado Chucho, se adelantó.
—Señorita Catalina —dijo quitándose el sombrero—, mi madre era su nana. No permitiré que la devuelvan como si fuera ganado.
Don Refugio escupió al suelo. —Traidores.
La batalla fue breve, pero sangrienta. Anselmo disparaba con precisión mortal, protegido por las rocas. Catalina, sorprendentemente, había encontrado una pistola en las alforjas y disparaba con una calma que helaba la sangre. Cuando Don Refugio cayó con una bala en el pecho, sus hombres huyeron despavoridos.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Anselmo se acercó al cuerpo del patrón, cerró sus ojos con dedos temblorosos. —Era un hombre duro —dijo—, pero no merecía esto.
Catalina se acercó, el rostro manchado de pólvora. —Él me vendió por unas tierras. Tú me diste libertad.
Se miraron. En los ojos de ambos había algo nuevo, respeto, además de amor. Los vaqueros los ayudaron a enterrar a los muertos. Chucho les ofreció su rancho como refugio. —Pueden quedarse el tiempo que quieran. Aquí nadie los molestará.
Pero Anselmo negó con la cabeza. —Tenemos que seguir. Hay un lugar al norte, más allá del río Bravo. Dicen que allí un hombre y una mujer pueden empezar de nuevo.
Catalina tomó su mano. —Entonces vamos.
Partieron al atardecer, con dos caballos frescos y provisiones para el camino. Cuando cruzaron el río, Catalina se detuvo un momento. —¿Sabes qué es lo mejor de esta noche? —dijo volviéndose hacia Anselmo.
—¿Qué?
—Que duele. Pero es nuestro dolor. Nuestra primera vez de muchas.
Anselmo sonrió, la cicatriz en su mejilla arrugándose. —Y la última vez que huiremos. De ahora en adelante construiremos.
Cabalgaron hacia el norte, donde el desierto se encuentra con el mar. Detrás quedaban las sierras ensangrentadas, los jacales humeantes, los muertos sin nombre. Delante, solo el horizonte y la promesa de un mañana que ellos mismos escribirían.
Años después, los viajeros que cruzaban el desierto hablaban de un rancho próspero cerca de Bahía Quino. Decían que lo llevaba un hombre callado con cicatrices en las manos y una mujer de ojos fieros que montaba mejor que cualquier vaquero. Tenían tres hijos, dos varones que ya laaban potros y una niña que disparaba mejor que su padre. Y cuando alguien preguntaba cómo habían llegado allí, la mujer respondía invariablemente:
—Duele, pero es nuestro.
Es nuestra primera vez de todas las noches.
Y el hombre, sin decir palabra, tomaba su mano y la besaba como si fuera la primera vez.