Pacto de amor esclavo con el Gerente General – Capítulo 8: “Las grietas del corazón”

Pacto de amor esclavo con el Gerente General – Capítulo 8: “Las grietas del corazón”

El amanecer se filtraba por los ventanales del apartamento de Lucía, bañando la sala con una luz dorada que parecía demasiado cálida para el frío que había entre ellos. Daniel estaba sentado en el sofá, la camisa abierta, los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida. Ella, frente a la ventana, sostenía una taza de café que ya se había enfriado.

—No puedes seguir mirándome así —dijo ella sin volverse—. Como si no supieras en qué clase de relación estamos.
—El problema es que ya no quiero que sigamos así —respondió él, con voz baja pero firme.

Lucía se giró. Sus ojos, cansados de noches sin sueño, reflejaban confusión y miedo.

—Daniel… tú sabías las reglas desde el principio. No me pidas algo que no puedo darte.
—¿No puedes… o no quieres? —insistió él, levantándose.

El silencio que siguió fue denso, casi insoportable. Afuera, el tráfico matutino zumbaba como un eco lejano de una vida normal que ambos habían dejado atrás.

Daniel se acercó lentamente. Sus manos temblaban cuando tocó el rostro de Lucía.
—He intentado seguir tu juego, fingir que puedo separar el cuerpo del corazón, pero cada vez que te tengo cerca, siento que me destruyo un poco más.

Ella cerró los ojos, como si cada palabra fuera una herida.
—Yo no puedo amarte, Daniel. No de la forma en que tú quieres.

Él sonrió con amargura.
—Entonces dime, Lucía, ¿qué fue todo esto? ¿Un capricho? ¿Una venganza contra tu pasado?

Lucía dejó la taza en la mesa con un golpe seco.
—Fue… una forma de sobrevivir —susurró—. Tú no entiendes lo que perdí, lo que tuve que hacer para llegar hasta aquí.

Daniel la miró como si la viera por primera vez.
—Entonces déjame entenderlo. Déjame entrar, aunque sea por una rendija.

Pero ella retrocedió un paso, alzando un muro invisible entre ambos.
—No. Porque si entras… no saldrás sin destruirte.

El timbre del teléfono interrumpió la tensión. Lucía lo tomó sin mirar el número. Su rostro cambió de inmediato: el color desapareció de sus mejillas.

—¿Quién era? —preguntó Daniel.
—Nada importante —mintió ella, guardando el móvil apresuradamente.

Pero él la conocía demasiado bien.
—Era él, ¿verdad? El socio del consejo… el que te ayudó a conseguir tu puesto.

Lucía no respondió. Su silencio fue más devastador que cualquier palabra.

Daniel se apartó, con la mandíbula tensa.
—Ahora entiendo. Nunca fuiste libre, Lucía. No de mí, ni de él, ni de tu propio miedo.

Ella lo miró con los ojos brillantes, pero no de lágrimas, sino de algo más oscuro: culpa.
—Tienes razón —dijo apenas audible—. Soy una esclava… pero no por amor, sino por las decisiones que no supe detener a tiempo.

El aire se volvió denso, pesado. La distancia entre ellos era ya un abismo.

Y sin embargo, cuando Daniel tomó su abrigo y caminó hacia la puerta, Lucía murmuró una frase tan baja que apenas fue un suspiro:
—Si aún me amas… no te vayas.

Él se detuvo. Pero no se giró.
—Si me quedo —dijo con voz quebrada—, te haré promesas que no podré cumplir.

Y salió, dejando a Lucía sola con el eco de sus propios fantasmas.

Esa noche, mientras la ciudad dormía, ella volvió a abrir el teléfono y leyó el mensaje que había recibido horas antes.

“Tenemos un problema. Daniel se está acercando demasiado. Si no lo detienes, alguien más lo hará por ti.”

Lucía cerró los ojos. Por primera vez, comprendió que el pacto que había sellado no era de amor… sino de poder y peligro.

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