PART 2: ¡Te lo suplico… Apúrate! – El ranchero dio un paso más cerca… y hizo lo impensable

PART 2: ¡Te lo suplico… Apúrate! – El ranchero dio un paso más cerca… y hizo lo impensable

La batalla final en Magdalena

Partieron al crepúsculo. Trinidad Salazar, Lucía Valenzuela —aún débil pero montada en una mula—, el capataz y dos vaqueros leales. Llevaban rifles Winchester, cartucheras llenas y una determinación que ardía como el fuego en sus corazones. El camino hacia Magdalena era una trampa, lo sabían. Los Murrieta no se quedarían de brazos cruzados.

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La luna llena iluminaba el sendero polvoriento cuando el primer disparo rompió el silencio. Desde los mezquites y arbustos secos, los centinelas de los Murrieta desataron una emboscada.

—¡Cuidado! —gritó Trini, espoleando a Rayo para cubrir a Lucía.

Los vaqueros respondieron con precisión. Uno de ellos cayó de su caballo, su garganta abierta por una bala. Trini disparó dos veces, abatiendo a un bandido que intentaba acercarse. Lucía, montada en la mula y con una mano vendada, levantó el rifle que le había dado el capataz y apuntó con esfuerzo.

—¡Por mi padre! —gritó, y disparó.

La bala atravesó el hombro de uno de los centinelas. El hombre cayó al suelo, gritando de dolor. La joven temblaba, pero su mirada era firme. Trini, impresionado por su valentía, le gritó:

—¡Sigue así, niña! ¡No dejes que el miedo te detenga!

La batalla duró menos de diez minutos, pero parecía una eternidad. Cuando el último de los bandidos huyó, dejando atrás a sus compañeros heridos, el grupo continuó su camino hacia Magdalena, polvorientos y con sangre ajena en sus ropas.

La ejecución en la plaza de Magdalena

La plaza de Magdalena estaba llena de gente. La noticia de la ejecución de Don Valenzuela había corrido como pólvora, y los habitantes del pueblo se reunían para presenciar el espectáculo. En el centro, un patíbulo improvisado se alzaba como un monumento a la injusticia.

Don Valenzuela, flaco y demacrado, subía al patíbulo con la soga al cuello. Sus manos estaban atadas, y sus ojos, aunque cansados, brillaban con la dignidad de un hombre inocente. El juez, primo de Chucho Murrieta, sudaba bajo el calor del desierto mientras leía las acusaciones en voz alta.

—Por robo y fraude —declaró—, se le condena a morir en la horca.

Lucía, al ver a su padre en esa situación, sintió que su corazón se rompía en mil pedazos.

—¡No puede ser! —gritó, intentando avanzar entre la multitud, pero Trini la detuvo.

—Espera —le dijo con calma—. Esto no ha terminado.

Trini, rifle en mano, irrumpió en la plaza como un vendaval.

—¡Alto! —gritó, su voz resonando como un trueno—. Esto es un juicio falso.

El juez, gordo y sudoroso, palideció al ver al ranchero.

—¿Quién eres tú para interrumpir la justicia?

—Soy Trinidad Salazar, dueño del rancho “La Cruz de Hierro”. Traigo pruebas de que Don Valenzuela es inocente.

Lucía bajó de la mula, tambaleante pero erguida. En su mano llevaba los libros de cuentas que había robado de la tienda de los Murrieta durante su fuga.

—Aquí está todo —dijo con voz firme—. Los Murrieta falsificaron firmas, inflaron deudas. Mi padre no les debe nada.

La multitud murmuró, desconcertada. Algunos empezaron a cuestionar la legitimidad del juicio. Los Murrieta, que estaban en primera fila, intentaron huir, pero los vaqueros de Trini los rodearon.

Chucho, con el hombro vendado, sacó un pequeño derringer y apuntó a Lucía.

—¡Esto no se acaba aquí! —gritó.

Pero Trini fue más rápido. Con un disparo limpio, el ranchero atravesó la mano de Chucho. El arma cayó al suelo, y el bandido soltó un grito de dolor.

El juez, acorralado y temblando, soltó la soga. Don Valenzuela cayó de rodillas, llorando. Lucía corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.

—¡Papá!

Padre e hija se fundieron en un llanto que lavó años de dolor. La multitud, finalmente convencida de la inocencia de Don Valenzuela, comenzó a gritar en contra de los Murrieta. Los vaqueros de Trini los escoltaron fuera del pueblo, asegurándose de que nunca volvieran.

La fiesta en “La Cruz de Hierro”

Días después, en el rancho “La Cruz de Hierro”, hubo fiesta. Las guitarras resonaban bajo el cielo estrellado, la carne asada llenaba el aire con su aroma, y el tequila corría como un río.

Don Valenzuela, ya libre y con una sonrisa en el rostro, levantó su copa hacia Trinidad Salazar.

—Brindo por el hombre que devolvió la vida a mi hija y la honra a mi nombre.

Todos brindaron, incluyendo Lucía, que ya estaba sin vendajes y con una mirada llena de gratitud.

Esa noche, mientras la música llenaba el rancho, Lucía se acercó a Trini, que estaba sentado en el porche, fumando un cigarro y mirando las estrellas.

—¿Qué harás ahora? —preguntó ella, sentándose a su lado.

Trini exhaló el humo y miró el cielo.

—Seguir criando ganado… y tal vez enseñarte a disparar mejor.

Lucía sonrió, por primera vez desde que había escapado del desierto.

—Y tú me enseñarás a no tener miedo.

Se quedaron allí, bajo la cruz de hierro que brillaba con la luz de la luna, mientras el viento del desierto susurraba promesas que esta vez no se las llevaría.

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