Un padre soltero y pobre entró a una tienda de lujo con su hija de la mano — los empleados se burlaron, pero minutos después, el dueño lo reconoció y reveló una verdad que nadie esperaba.
El viento de la tarde soplaba con fuerza sobre las calles del Centro Histórico de Ciudad de México, colándose por el abrigo gastado de Don Mateo, un padre soltero que apenas lograba llegar a fin de mes. Empujó con cuidado las puertas de cristal de una boutique de lujo en Paseo de la Reforma, mientras sostenía con ternura la mano de su pequeña hija, Lupita.
Su abrigo tenía un desgarre en la manga y sus zapatos mostraban los kilómetros que había recorrido buscando trabajo.
—Solo veremos algo pequeño, ¿sí? —le susurró a la niña con una sonrisa cansada—. Es tu cumpleaños, al fin y al cabo.
Adentro, las lámparas de cristal iluminaban los pisos de mármol pulido. Todo brillaba con un aire de riqueza y elegancia. Las clientas caminaban despacio, envueltas en abrigos de piel y con bolsos de diseñador.
Pero en cuanto Mateo cruzó la puerta, el ambiente cambió.
Dos vendedoras detrás del mostrador se miraron con complicidad. Una sonrió con burla; la otra soltó una risita apenas disimulada.
Sus miradas recorrieron los jeans deslavados del hombre y los zapatitos rotos de la niña.
—Señor, quizá se equivocó de lugar —dijo una de ellas en voz alta, asegurándose de que todos escucharan.
Un par de carcajadas resonaron al fondo.
El rostro de Mateo se sonrojó, pero apretó la mano de Lupita con fuerza, fingiendo no oír nada.
Las murmuraciones crecieron.

“Esa gente no debería entrar aquí.”
“Que el guardia lo vigile antes de que toque algo.”
Lupita, confundida, jaló del abrigo de su padre. No entendía por qué todos los miraban con desprecio.
Aun así, él se mantuvo erguido. No iba a retroceder. Quería enseñarle que los sueños también le pertenecen a la gente humilde.
Pero nadie en aquella tienda sabía que la humillación que estaban a punto de provocar se convertiría en una lección que jamás olvidarían.
—¿Por qué se ríen de nosotros, papi? —preguntó Lupita, con la voz temblorosa.
Mateo se agachó, le apartó el cabello de la cara y sonrió con tristeza.
—No te preocupes, mi vida. A veces la gente no entiende, pero eso no significa que no tengamos derecho a estar aquí.
Antes de que terminara, una voz fría lo interrumpió:
—Señor, si no piensa comprar nada, le pedimos que se retire. Está incomodando a los clientes —dijo la vendedora con una mueca de desprecio.
Mateo tragó saliva, escondiendo la herida en el pecho.
—Solo será un momento —respondió en voz baja.
Lupita lo miró con los ojos vidriosos.
—No importa, papi. Vámonos. No quiero que se enojen contigo.
La inocencia de su hija dolía más que las burlas. Ella nunca pedía cosas caras; solo quería verlo sonreír.
—¿Llamamos al guardia? —susurró una empleada.
El corazón de Mateo latía con fuerza. Todo pesaba. Pero permaneció ahí. Era su cumpleaños, y ella merecía, aunque fuera por un instante, sentirse parte de ese mundo.
Entonces, una voz profunda resonó desde el fondo del local:
—¿Qué está pasando aquí?
El silencio fue inmediato. Los empleados se enderezaron al instante. De entre los pasillos salió un hombre alto, vestido con un traje impecable: Don Arturo Gómez, el dueño de la tienda.
Una de las vendedoras se adelantó, señalando a Mateo.
—Señor, este hombre no debería estar aquí. Está molestando a los clientes.
Don Arturo fijó la vista en Mateo. Su rostro, por un momento, fue una máscara de sorpresa y desconcierto. Luego, sus cejas se fruncieron, y su expresión cambió a una mezcla de asombro y emoción contenida.
—No puede ser… —susurró, casi para sí mismo.
Los empleados se miraron, confundidos.
Mateo permaneció inmóvil, sosteniendo la mano de Lupita, sin imaginar que en los próximos segundos su vida cambiaría para siempre.