«Puedes con las cinco de nosotras» — dijeron las hermosas mujeres que vivían en su cabaña heredada
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Puedes con las cinco de nosotras
Clayton Rees nunca imaginó que la cabaña heredada de su tío Jeremíe sería el inicio de una vida que desafiaría todo lo que creía saber sobre sí mismo y sobre el mundo. El título de propiedad temblaba en sus manos mientras leía por décima vez las palabras que le concedían aquel refugio en la montaña, lejos del bullicio de la ciudad y de los recuerdos de una juventud marcada por la soledad y el trabajo duro. La cabaña debía estar vacía, abandonada desde hacía tres años tras la muerte del anciano. El abogado había sido muy claro al respecto, así que ¿por qué salía humo de la chimenea y cinco caballos pastaban tranquilamente en el prado de abajo?
Desmontó despacio, sus botas crujiendo sobre el suelo cubierto de escarcha mientras se acercaba a la construcción de madera. A través de las ventanas pudo ver movimiento en el interior, sombras danzando bajo la cálida luz de las lámparas. El sonido de risas femeninas flotaba en el aire fresco de la mañana, seguido del tintineo de platos y el roce de sillas sobre el suelo de madera. Clayton llamó a la puerta con el corazón latiéndole con confusión y algo más que no podía nombrar. Cuando se abrió, se le cortó la respiración.
La mujer más hermosa que había visto jamás estaba frente a él. Cabello oscuro cayendo en cascada sobre sus hombros, ojos verdes que lo estudiaban con una mezcla de curiosidad y cansancio. Era alta, grácil, con una presencia que exigía atención sin esfuerzo alguno. Tras ella aparecieron otras cuatro mujeres, cada una deslumbrante a su manera. Una pelirroja de fieros ojos azules cruzó los brazos y ladeó la cabeza. Una rubia menuda de rasgos suaves asomó por el marco de la puerta. Una morena de mirada oscura y calculadora permaneció entre las sombras, mientras otra mujer de cabello castaño rojizo y aire de fuerza serena se encontraba junto a la chimenea.
La mujer de la puerta sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Cuando habló, su voz fue melódica y firme a la vez, con un trasfondo de desafío que aceleró el pulso de Clayton.
—¿Puedes con las cinco de nosotras?
Las palabras no fueron las que él esperaba y cambiarían todo lo que creía saber sobre su herencia, sobre su tío y sobre las cinco misteriosas mujeres que parecían pertenecer a un lugar que legalmente era suyo. Pero mientras Clayton permanecía allí, mudo y cautivado, no tenía ni idea de que aquellas mujeres guardaban secretos que se remontaban décadas atrás, secretos que le obligarían a cuestionar todo lo que creía sobre el pasado de su familia y sobre su propio futuro.
Clayton tragó saliva y por fin encontró la voz.
—Soy Clayton Rees. Esta cabaña es mía ahora. Mi tío Jeremíe me la dejó en herencia.
Alzó el título de propiedad con dedos temblorosos. El sello oficial era claramente visible en el pergamino ajado. La mujer de la puerta, que parecía ser la líder, ni siquiera miró el documento. En cambio, se apartó con fluida elegancia e hizo un gesto para que entrara.
—Soy Clarabel. Pasa, por favor. Tenemos que hablar.
Su voz llevaba una autoridad que oprimió el pecho de Clayton con una extraña mezcla de atracción e inquietud. El interior de la cabaña no se parecía en nada a lo que recordaba de sus visitas de niño. Ricas telas cubrían las ventanas, elegantes muebles llenaban las habitaciones y el aroma a lavanda y cera para madera flotaba en el aire. Aquellas mujeres habían convertido claramente aquel lugar en su hogar y lo habían hecho con cuidado y permanencia.
La pelirroja dio un paso al frente, sus ojos azules brillando con desafío.
—Soy Ruby Kahan y antes de que empieces a exigir, debes saber que tenemos todo el derecho del mundo a estar aquí.
Cruzó los brazos. Su postura indicaba que estaba lista para pelear. La rubia menuda se acercó. Su dulzura contrastaba bruscamente con la agresividad de Ruby.
—Soy Sadie Quen. No queremos problemas. De verdad que no.
Su voz era suave, casi suplicante, y Clayton sintió un inesperado impulso de tranquilizarla. La morena salió por fin de las sombras. Su mirada calculadora nunca abandonó el rostro de Clayton.
—Baelit McCall —dijo simplemente, sin ofrecer explicación ni disculpa por su presencia.
La última mujer de cabello castaño rojizo y fuerza serena se acercó desde la chimenea.
—Grace Madex. Te esperábamos, señor Rees, aunque quizá no tan pronto.
Sus palabras tenían peso, como si supiera algo que él ignoraba. Clayton recorrió la habitación con la mirada, enfrentándose a cinco pares de ojos que lo observaban con intensidad. Cada mujer era hermosa a su manera, pero había algo más que belleza: inteligencia, determinación y secretos ocultos tras aquellos rostros cuidadosamente compuestos.
Clarabel se colocó justo delante de él, tan cerca que pudo oler su perfume y sentir el calor que irradiaba su piel. Sus ojos verdes se clavaron en los suyos y cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro. Aun así, resonó con claridad en la habitación en silencio.
—La cuestión no es si esta cabaña te pertenece, Clayton. La cuestión es si puedes con lo que viene incluido.
Hizo una pausa. Sus labios se curvaron en una sonrisa que era tanto invitación como desafío.
—¿Puedes con las cinco de nosotras?

Las palabras quedaron suspendidas en el aire como un reto. Y Clayton comprendió que fuera lo que fuese lo que había esperado encontrar en aquella remota cabaña de montaña, no era esto. Aquellas mujeres no eran simples ocupantes ilegales ni intrusas. Eran algo completamente distinto y la forma en que Clarabel lo miraba sugería que su vida tranquila estaba a punto de volverse cualquier cosa menos pacífica.
Pero antes de que pudiera responder, Grace apareció con un papel doblado en la mano y una expresión que le dijo que todo lo que creía saber sobre su herencia estaba a punto de cambiar. Grace dobló el papel con deliberada lentitud. Su cabello castaño rojizo captó la luz de la lámpara mientras se inclinaba hacia delante.
—Este es un contrato firmado por tu tío tres meses antes de morir. Nos concede derecho de residencia en esta propiedad todo el tiempo que lo necesitemos a cambio de mantener la cabaña y las tierras circundantes.
El corazón de Clayton se hundió al examinar el documento. La firma era inconfundiblemente la de tío Jeremíe, la misma letra garabateada que recordaba de las tarjetas de cumpleaños y las cartas. El contrato era detallado, específico y parecía totalmente legítimo. Los sueños de una herencia sencilla y una soledad tranquila se deshicieron como hojas secas entre sus manos.
—Es imposible —dijo, aunque su voz carecía de convicción—. El abogado nunca mencionó acuerdos previos. Me dijo que la propiedad era mía, libre y sin cargas.
Ruby se acercó. Su presencia irradiaba un calor que hizo que Clayton fuera dolorosamente consciente de lo pequeño que se había vuelto el interior de la cabaña con los seis dentro.
—Los abogados no siempre lo saben todo, ¿verdad? A veces los viejos guardan secretos incluso a su propia familia.
Sus palabras llevaban una insinuación que aceleró su pulso, aunque no alcanzaba a comprender del todo qué estaba insinuando.
Sadie se acercó a la ventana. Su delicado perfil se recortaba contra la luz de la mañana.
—Tu tío era un buen hombre, señor Rees. Comprendió que a veces las personas necesitan un lugar donde empezar de nuevo, lejos de preguntas y juicios.
Su voz tembló ligeramente, dejando entrever un dolor que mantenía cuidadosamente oculto. Baelit seguía cerca de las sombras, pero Clayton sentía sus ojos oscuros estudiándolo con intensidad inquietante.
—La pregunta es, ¿qué piensas hacer al respecto? Llevamos más de dos años convirtiendo esto en nuestro hogar. Hemos mejorado la tierra, reparado los edificios y no tenemos otro lugar a donde ir.
Clarabel lo rodeó lentamente como un depredador evaluando a su presa. Sin embargo, había algo casi protector en su movimiento. Cuando se detuvo de nuevo frente a él, Clayton contuvo el aliento. Estaba tan cerca que pudo ver destellos dorados en sus ojos verdes. Tan cerca que el calor de su cuerpo parecía envolverlo.
—Podríamos pelear esto en los tribunales —dijo ella suavemente, dejando que sus dedos rozaran el borde del contrato—. Podríamos alargar el proceso legal meses, quizá años, o podríamos llegar a otro tipo de acuerdo.
La forma en que pronunció la palabra acuerdo envió una corriente eléctrica por las venas de Clayton. Había algo en su tono, en la manera en que sus ojos lo retenían, que sugería posibilidades que él ni siquiera había considerado.
Las demás mujeres observaban el intercambio con expresiones variadas, Ruby con diversión, Sadie con preocupación, Baelit con cálculo y Grace con aprobación.
—¿Qué clase de acuerdo? —preguntó Clayton, sorprendido por el tono ronco de su propia voz.
Los labios de Clarabel volvieron a curvarse en esa sonrisa enigmática.
—Del tipo en que todos conseguimos lo que necesitamos. Del tipo en que un hombre aprende que a veces las cosas más valiosas de la vida vienen en paquetes inesperados.
Antes de que Clayton pudiera preguntar qué quería decir, el sonido de caballos acercándose resonó por el valle. Ruby corrió a la ventana. Su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco.
—Nos han encontrado —susurró.
Y por primera vez desde que Clayton había llegado, vio miedo auténtico en sus ojos. Las demás mujeres comenzaron a moverse con una eficiencia practicada, como si hubieran ensayado aquel momento muchas veces. Fuera lo que fuese lo que subía por el sendero de la montaña, aquellas cinco mujeres habían estado huyendo de ello. Y ahora Clayton se encontraba en medio de algo mucho más peligroso que una simple disputa de propiedad.
Se acercó instintivamente a la ventana, pero la mano de Clarabel salió disparada y le agarró la muñeca con sorprendente fuerza. Su contacto le provocó un escalofrío por todo el brazo y cuando sus miradas se cruzaron, vio no solo miedo, sino una feroz determinación.
—Aléjate de la ventana —susurró con urgencia—. No pueden saber que estás aquí.
Tres jinetes emergieron de la línea de árboles. Su ropa oscura destacaba contra el paisaje cubierto de nieve ligera. Incluso desde la distancia, Clayton pudo ver que se movían como hombres acostumbrados a la violencia, con las manos descansando despreocupadamente sobre sus cintos de pistolas mientras inspeccionaban la cabaña.
Ruby apretó la mandíbula mientras miraba por una rendija de las cortinas.
—Es Morrison y sus hombres. Llevan semanas siguiéndonos.
Su voz llevaba una amargura que hizo que el pecho de Clayton se contrajera con un inesperado instinto protector. Sadie se acercó a Grace buscando consuelo y Clayton notó como la mujer mayor rodeó inmediatamente con un brazo protector los hombros de la más joven. Fuera lo que fuese lo que aquellas mujeres habían vivido juntas, había forjado lazos más profundos que la simple amistad.
—¿Quién es Morrison? —preguntó Clayton en voz baja, muy consciente de que la mano de Clarabel seguía rodeando su muñeca. Su piel era suave y a la vez callosa, la de alguien que había trabajado con las manos, pero conservaba una feminidad innegable.
—Un hombre que cree que posee lo que no es suyo —respondió Baelit desde las sombras, sus ojos oscuros reflejando un odio que parecía arder desde dentro—. Un hombre que piensa que las mujeres son propiedad que se puede reclamar y controlar.
Clarabel soltó por fin la muñeca de Clayton, pero no antes de que su pulgar trazara un pequeño círculo sobre su punto de pulso, un gesto tan sutil e íntimo que le cortó la respiración.
—Morrison tiene documentos que afirman que le pertenecemos, documentos legales que nos habrían convertido en poco más que sirvientas endeudadas.
Los jinetes habían detenido sus caballos junto al corral y Clayton pudo verlos hablar entre sí, señalando hacia la cabaña y las huellas frescas que su propio caballo había dejado en la tierra blanda. Morrison, un hombre alto de cabello entrecano y ojos fríos, desmontó y comenzó a caminar hacia la puerta principal.
Grace se movió con silenciosa eficiencia, recogiendo papeles de un arcón de madera y guardándolos dentro de su corpiño.
—Escapamos hace tres meses, pero Morrison tiene contactos por todo el territorio. Hombres como él no aceptan perder lo que consideran suyo.
Clayton sintió como la ira crecía en su pecho, una rabia que no había experimentado desde sus años mozos. La idea de que trataran a aquellas cinco mujeres extraordinarias como posesiones le hizo apretar los puños.
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