Pacto de amor esclavo con el Gerente General
Capítulo 13: La traición revelada
El amanecer apenas rozaba las montañas de Segovia cuando Daniel detuvo el coche en un camino de tierra. Habían huido toda la noche, sin destino ni descanso. Lucía dormía recostada en el asiento, con la cabeza sobre su hombro, mientras él mantenía los ojos clavados en la carretera vacía, como si pudiera leer el futuro en el asfalto.
Pero su mente no dejaba de repetir el mismo nombre.
Clara.
Su aliada, su confidente… la mujer que lo había ayudado a construir el imperio Santoro desde las sombras. La que conocía cada movimiento de sus cuentas, cada secreto del consejo. Y, ahora, la única que tenía el poder de destruirlo.
Cuando Lucía despertó, el aire olía a café rancio y tierra húmeda.
—¿Dónde estamos? —preguntó, todavía adormecida.
—En ninguna parte —respondió Daniel con voz ronca—. Donde nadie pueda encontrarnos… todavía.
Tomó su móvil, revisó las noticias, y ahí estaba: su rostro en todos los titulares.
“Daniel Rivas, acusado de fraude corporativo y conspiración internacional.”
“Fuentes internas del Grupo Santoro confirman la traición del exgerente.”
Lucía lo miró con el corazón encogido.
—Te culpan de todo…
—Sí. Y sé quién lo hizo.
Abrió su ordenador portátil, conectándose a una red cifrada. En la pantalla, una secuencia de correos filtrados comenzó a desplegarse. Clara había firmado los documentos de acusación con el sello del consejo, y lo peor: había vendido la información directamente a Santoro.
—Ella fue la que nos entregó —susurró Daniel, con los puños apretados—. Y yo… yo la consideraba familia.
Lucía posó una mano sobre la suya, intentando contener la rabia que lo consumía.
—Daniel, si vuelves, te matarán. Santoro no perdona a quienes saben demasiado.
—Precisamente por eso no pienso esconderme —respondió, mirándola con una mezcla de amor y furia—. Me arrebataron todo, Lucía. Pero no podrán arrebatarnos la verdad.
Sin embargo, en ese mismo instante, el sonido metálico de un coche frenando afuera los sobresaltó. Daniel se levantó, tomó su arma del asiento y se asomó por la ventana.
Una figura bajó del vehículo.
Clara.
Vestía un abrigo largo color marfil, y su expresión era una máscara de hielo. Caminó hacia ellos con paso firme, mientras la brisa levantaba su cabello rubio.
—No tienes a dónde huir, Daniel —dijo sin emoción—. Santoro quiere tus archivos. Dámelos, y quizá te deje vivir.
—¿Después de traicionarme? —Daniel dio un paso al frente, furioso—. ¡Después de venderme como a un animal!
Clara alzó la barbilla.
—Te advertí que tu amor por esa mujer te iba a destruir. Lo sentimental no tiene lugar en los negocios.
Lucía se interpuso entre ambos.
—No te atrevas a hablar de amor. Tú no sabes lo que eso significa.
Clara sonrió, pero en sus ojos había un destello de tristeza.
—Tienes razón. Pero sé lo que significa sobrevivir. Y tú, Lucía, no sobrevivirás a esto.
Antes de que Daniel pudiera reaccionar, un disparo resonó entre las montañas.
Clara cayó de rodillas, sorprendida, con la mano sobre su abdomen. Detrás de ella, un hombre bajó lentamente la pistola.
Santoro.
—Demasiado drama —dijo con calma, guardando el arma—. El juego ha terminado, Rivas.
Lucía gritó. Daniel se abalanzó hacia ella, protegiéndola con su cuerpo, mientras Clara caía en el polvo, murmurando algo casi inaudible:
—El… archivo… no está… con él…
Y entonces, el silencio se hizo eterno.
Daniel levantó la vista, con el rostro endurecido por el odio.
—Santoro… has firmado tu sentencia.
Santoro sonrió con la frialdad de un rey que contempla su victoria.
—No, Daniel. La tuya.