“Su único deseo antes de morir no fue libertad… sino ver a su perro una última vez”

“La última mirada”

El reloj del corredor de la muerte marcaba las 5:47 a.m.
Un tictac lento, preciso, casi burlón, que acompañaba cada respiración dentro de aquella prisión olvidada por el tiempo. En la celda 17, un hombre esperaba el amanecer con la serenidad de quien ya no teme a nada.
Su nombre: Samuel Aranda.
Su delito, al menos según la justicia: asesinato.

Doce años. Doce inviernos de acero, soledad y ecos de cadenas.
Desde el primer día, Samuel había gritado su inocencia con la furia de un animal acorralado. Su abogado —un hombre que solo miraba el reloj, nunca los ojos de su cliente— había hecho lo justo para cobrar y desaparecer. Las apelaciones se marchitaron en despachos grises, las cartas a los jueces quedaron sin respuesta.
Al final, el silencio lo venció.
Y Samuel, cansado de luchar contra un muro invisible, decidió rendirse… o, al menos, eso parecía.

La noche anterior a su ejecución, el alcaide entró en la celda con un sobre sellado.
—Aranda, es momento de registrar su petición final —dijo con tono mecánico.
Samuel levantó la vista. Sus ojos, oscuros y hundidos, no mostraban miedo, sino una calma que perturbaba.
—Quiero ver a mi perra —respondió sin vacilar.
—¿A su… perra? —repitió el alcaide, sorprendido.
—A Lira. Mi pastor alemán. Solo una última vez.

El alcaide lo observó unos segundos más, intentando encontrar sarcasmo, manipulación o locura en esa mirada. No halló nada. Solo una tristeza tan pura que incomodaba.


Lira había sido su única familia desde hacía casi quince años.
La encontró en un callejón lluvioso, apenas un cachorro cubierto de barro y miedo. Samuel, entonces mecánico en un taller, se la llevó a casa sin pensarlo. Desde ese día, fueron inseparables.
Ella lo acompañaba en los turnos nocturnos, dormía a sus pies mientras él arreglaba motores y le daba la bienvenida cada tarde, sin fallar ni una sola vez.
Cuando lo arrestaron, Lira se quedó esperando junto a la puerta. Una vecina se hizo cargo de ella por compasión, pero los años pasaron, y Samuel perdió contacto con el mundo exterior. Hasta que alguien —no sabía quién— le envió una carta con una foto.
Era Lira. Vieja, sí, pero viva.
Y en su mirada seguía ardiendo la misma lealtad.


El día llegó.
El amanecer pintaba el cielo de un gris metálico, idéntico al color de las rejas. Samuel caminaba entre dos guardias, las cadenas tintineando como un triste metrónomo.
Nadie hablaba.
El silencio era tan espeso que se podía oír el roce de los uniformes.

El patio exterior de la prisión estaba vacío. Un círculo de grava delimitaba el área. En el centro, una silla.
El alcaide lo esperaba allí, con los brazos cruzados.
—Aranda —dijo con voz seca—, su solicitud ha sido aprobada. Solo unos minutos.
Samuel asintió.
A lo lejos, una puerta metálica se abrió.
Un destello marrón cruzó el umbral.

Era ella.
Lira.

Su pelaje estaba más pálido, sus pasos más torpes, pero sus ojos… esos ojos seguían siendo los mismos.
Cuando lo reconoció, algo dentro del animal se rompió.
Tiró de la correa con fuerza, ignoró los gritos del guardia y, en un segundo, corrió hacia él.

El tiempo se detuvo.

Samuel cayó de rodillas.
Lira saltó sobre él, gimiendo, lamiendo su rostro, sus manos, como si quisiera borrar todos los años de distancia.
Él la abrazó con una ternura que desarmó incluso a los más endurecidos.
Un guardia apartó la mirada. Otro carraspeó, incómodo.

—Tranquila, mi niña —susurró Samuel entre lágrimas—. Lo lograste… me encontraste otra vez.

Durante varios minutos, solo existieron ellos dos.
El resto del mundo se desvaneció.


Pero entonces ocurrió algo que nadie esperaba.
Lira se tensó. Su cuerpo se erizó. Comenzó a gruñir, no hacia Samuel, sino hacia los guardias que observaban a distancia.
El alcaide dio un paso adelante.
—Retiren al animal.
—No —dijo Samuel, sujetando el collar—. Solo un minuto más.
Pero el tono de Lira cambió. Ya no era un gruñido de amenaza, sino de dolor.
Tembló. Tosió. Cayó sobre sus patas delanteras.

—¡No! —gritó Samuel— ¡Lira!

Corrió la mano por su cuello… y entonces lo sintió.
Un pequeño dardo, clavado entre el pelaje.
No tardó en entender.

Su respiración se aceleró. Miró al alcaide, incrédulo.
—¿Qué… qué han hecho?
El hombre no respondió.
Solo apartó la vista.

Lira exhaló un último suspiro en sus brazos.
Samuel la sostuvo con un gemido que partió el aire.
No hubo resistencia. No hubo furia.
Solo ese sonido —humano, desgarrado— que hizo que todos comprendieran que estaban presenciando algo que jamás olvidarían.


Horas después, los informes oficiales dirían que la perra murió por “causas naturales”.
Pero los guardias que estuvieron allí sabían la verdad.
El animal había sido sedado antes de entrar.
“Por seguridad”, argumentaron los superiores.
Una mentira limpia y bien redactada.

Samuel no lloró más.
Pidió que lo dejaran enterrarla en el pequeño jardín detrás del taller, donde solía jugar de cachorro.
El permiso fue concedido.
Fue su última salida antes del final.


Esa tarde, lo trasladaron a la cámara.
Un sacerdote murmuraba oraciones, pero Samuel apenas escuchaba.
Solo tenía en la mente una imagen: el brillo de los ojos de Lira en su último instante.
Y entonces, cuando el funcionario le preguntó si tenía algo más que decir, Samuel levantó la cabeza y habló con voz firme:

—Mi perro sabía quién era el culpable. Siempre lo supo.
El verdadero asesino no soy yo. Está afuera… y pronto sabrán su nombre.

La mirada del alcaide se endureció.
Los testigos murmuraron.
Pero Samuel solo sonrió.
Una sonrisa leve, casi imperceptible.

Cuando el reloj marcó las seis en punto, la aguja del cronómetro cayó… y con ella, la vida de Samuel.


Dos semanas después, un hombre apareció en la comisaría local.
Era Tomás Herrera, antiguo socio del taller de Samuel. Llevaba el rostro pálido y los ojos hundidos.
Pidió hablar con el comisario y, tras una hora de silencio, confesó entre sollozos:
—No era él. Fui yo.
Lo maté. Lo culpé. Y ahora no puedo dormir.
Por favor… díganle a su familia que lo siento.

El caso se reabrió.
Demasiado tarde.


El alcaide recibió la noticia en su despacho.
No durmió esa noche.
Al amanecer, salió al patio donde Samuel y Lira se habían encontrado por última vez.
El viento movía las hojas secas.
Y, por un instante, creyó escuchar un ladrido a lo lejos.

Un sonido que parecía venir desde el otro lado del muro.
Desde donde ya no existe el tiempo.

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