¡NO LO TOQUES! EL LIMPIADOR SE ENFRENTA A SU CRUEL MADRASTRA PARA PROTEGER AL HIJO DE UN GRANJERO MILLONARIO
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¡No lo toques! El limpiador enfrenta a su cruel madrastra para proteger al hijo del granjero millonario
El sol nació caliente sobre las colinas de Minas Gerais. La carretera de tierra levantaba polvo fino y, al final del camino, una placa de madera decía: “Fazenda Santa Vitória”. El aroma a café recién tostado inundaba el aire y las hojas brillaban cubiertas de rocío. Parecía una mañana de paz, pero aquella casa arrastraba un dolor antiguo.
Otávio Monteiro, de 48 años, viudo, era el dueño de todo aquello. Un hombre alto, de manos callosas y mirada cansada. Había heredado la tierra de su padre, multiplicado los campos, modernizado la torrefacción y dado trabajo a la gente de la región. En la ciudad cercana, todos lo llamaban el granjero millonario, aunque él no se sentía rico. Desde que murió Clara, su esposa, la vida perdió color. Y desde el accidente de su hijo Lucas, la casa perdió la voz.
Lucas tenía diez años y usaba muletas. El accidente había ocurrido un año antes, una tarde en que el caballo se asustó y lo arrojó al suelo. La caída fue grave. El niño se fracturó la pierna y el alma. Recuperó el movimiento, pero con limitaciones, y nunca recuperó la sonrisa. Hablaba poco, escribía billetes cortos y dormía con la ventana abierta, buscando el consuelo de los grillos y la esperanza de que el campo pudiera sanar su dolor.
La hacienda seguía funcionando como siempre. Tractores pasaban, empleados iban y venían, el café se secaba en el patio, el mundo continuaba. Pero dentro de la gran casa de ancha terraza, el aire era pesado. Helena, la prometida de Otávio, de 35 años, aparecía de vez en cuando con vestidos caros y perfumes importados. Traía regalos costosos para Lucas, sonrisas para los empleados, palabras dulces para el novio y, cuando nadie la veía, un frío escondido en los ojos. La casa lo sentía, la gobernanta lo sentía, el niño silencioso lo sentía.

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Aquella mañana llegó Dora, María de los Dolores, pero todos la llamaban simplemente Dora. Traía una maleta azul gastada, dos mudas de ropa, un cuaderno forrado con papel florido, una pequeña Biblia y el retrato de su madre enferma. Tenía 33 años y sabía trabajar: limpieza, ropa, cocina sencilla, lo que hiciera falta. La agencia de empleo la había llamado diciendo que la hacienda necesitaba alguien de confianza. Ella aceptó, necesitaba enviar dinero a Jéssica, su hermana, que hacía hemodiálisis. El autobús la dejó en la parada, caminó los últimos metros a pie, mirando la inmensidad verde, sintiendo la tierra bajo sus zapatos y pensando: “Si Dios quiere, aquí saldrá bien”.
La gobernanta, doña Yolanda, la recibió con simpatía de antigua minera.
—Bienvenida, hija, aquí se trabaja, pero también se respeta. El patrón es bueno, el niño es un ángel, pero la casa anda triste.
Dora no preguntó nada, respetó el silencio. Entró. La casa era amplia, con pisos de madera pulida, cuadros antiguos de café y retratos familiares. Una escalera de madera llevaba a los dormitorios. La terraza ofrecía vista a un mar verde. Un reloj de pared marcaba las horas con un constante tic tac. Doña Yolanda explicó las rutinas: café a las seis, almuerzo a las once y media, cena a las siete. Otávio madrugaba. Lucas permanecía en su cuarto, leía, jugaba con un cochecito. El fisioterapeuta venía dos veces por semana. Naná era la cocinera, famosa por su feijão con torreznos que todos adoraban. Zé Bento, el vaquero, cuidaba los animales. La prometida del patrón aparecía y desaparecía, siempre señora.
Dora se puso el delantal, recogió el cabello, separó los trapos y el balde de desinfectante. Su mano era ligera, no arrastraba muebles haciendo ruido ni golpeaba puertas. Pasaba la escoba como quien acaricia el cabello de un niño. Aprendió así tras perder a su propio hijo en un incendio en la casa donde vivía de favor. El dolor era un cuarto oscuro dentro de ella; la luz venía del trabajo y del cuidado.
En el pasillo del segundo piso, Dora escuchó un sonido metálico, un pequeño “clink”. Se detuvo, el corazón acelerado, y golpeó suavemente la puerta entreabierta.
—¿Puedo ayudar?
Dentro, Lucas intentaba alcanzar un cochecito de hierro caído bajo la cama. Las muletas apoyadas en el escritorio. Se esforzaba con una regla, sin éxito. No dijo nada, sólo la miró con mezcla de susto y vergüenza.
—¿Puedo? —preguntó Dora agachándose.
El niño asintió apenas. Ella se tumbó de lado, estiró el brazo y pescó el coche por la rueda. Al levantarse, se sacudió el polvo de la ropa y sonrió.
—Este parece rápido. ¿Cómo se llama?
Lucas abrió la boca y la cerró. El rostro se sonrojó. Parecía querer responder, pero la voz no salía. Tomó el coche, lo apretó contra el pecho y luego señaló la ventana, hacia el campo lejano, como diciendo que corría allá afuera. Dora entendió el gesto y su corazón se apretó.
—Entiendo. Extrañas correr, ¿verdad? Podemos hacer que corra aquí dentro por ahora. Ayer vi una buena pista en el pasillo.
La comisura de los labios del niño tembló, casi una sonrisa. Dora lo notó, no insistió, recogió la basura y dejó el cuarto como lo encontró, pero con el aire un poco menos pesado.
Al final de la tarde, Otávio pasó por el pasillo y vio lo imposible: Lucas, apoyado en la cabecera, deslizaba el cochecito por la sábana y un sonido bajo escapaba, algo entre risa y suspiro. Otávio se detuvo en la puerta, sintió un nudo en la garganta, no entró, bajó despacio a la terraza y, por un segundo, creyó que la vida podía mejorar.
La rutina se ajustó. Por la mañana, Dora barría el patio y cantaba modinhas antiguas en voz baja. Por la tarde, limpiaba los muebles de la oficina, pulía la terraza, dejaba la casa con olor a jabón de coco. Por la noche doblaba sábanas con cuidado y, al pasar por el cuarto de Lucas, siempre golpeaba suavemente la puerta. A veces entraba sólo para abrir la ventana y dejar entrar el sol. A veces dejaba un billete: “Hoy las nubes parecen algodón. Fíjate”.
Una mañana trajo una flor del campo en un vasito de vidrio.
—¿Puedo dejarla aquí? Es para dar color.
Lucas olió la flor, asintió y la colocó junto al retrato de su madre. Permaneció así un rato, quieto, como quien vela un tesoro.
Helena llegó en un coche importado el sábado. Bajó con gafas oscuras, vestido ajustado y bolso caro. Abrazó a Otávio ante todos y anunció:
—El domingo quiero hacer un almuerzo especial, invitar amigos de la capital. La hacienda merece brillo, amor.
Otávio sonrió incómodo.
—Puede ser, pero Lucas necesita adaptarse. Los niños necesitan movimiento.
—Le traje regalos.
Subió las escaleras y entró al cuarto sin llamar. Dejó sobre la cama un videojuego nuevo, zapatillas con luces, camisetas de fútbol. Lucas se encogió, miró hacia la puerta buscando a alguien más. No lo encontró. Helena notó la indiferencia, apretó los labios, acarició el cabello del niño con los dedos, como tocando algo frágil para su prisa, y salió al pasillo, cruzándose con Dora.
—¿Eres la nueva empleada?
—Sí, señora.
—Espero que sepas obedecer reglas. En esta casa, cada cosa tiene su lugar.
—Sí, señora.
—Bien. Y no entres al cuarto de Lucas sin permiso. Es sensible. Puede impresionarse con personas extrañas.
—Yo siempre pido permiso, señora —respondió Dora, tranquila, pero sintiendo el golpe.
El domingo, la mesa estaba llena. Helena trajo vino, quesos, risas altas, habló de viajes y mostró fotos, hablando de São Paulo como si fuera el centro del mundo. Otávio miraba más la escalera que las copas, esperando ver bajar a su hijo. Lucas no apareció. Dora subió con una bandeja sencilla: arroz, frijoles, bistec encebollado. Golpeó suavemente, entró. El niño estaba acostado, mirando el techo. Ella dejó la comida, se sentó en la poltrona y se quedó callada. El silencio entre los dos era suave.
De repente, Lucas señaló la flor en el vasito.
—¿Va a morir?
La voz era baja, pero era voz. Dora sonrió con cuidado.
—Toda flor muere un día, pero mientras está viva, su olor cambia la casa.
—A mi mamá le gustaban las flores amarillas —dijo él sin mirar.
—Un día buscamos una en el jardín.
—Un día no existe —respondió de repente, serio. Decimos “un día” y luego olvidamos.
Dora sintió un escalofrío. Era una verdad grande saliendo de una boca pequeña.
—Entonces mañana, si no llueve.
Él asintió despacio. Comió tres bocados. En la escalera, antes de bajar, Dora lloró en silencio, no por debilidad, sino por reconocimiento. Ese niño tocaba la misma herida profunda que ella cargaba desde el incendio.
Por la noche, cuando los invitados se fueron, Helena caminó por la terraza con Otávio.
—Estás distante, amor. ¿Qué pasa?
—Sólo estoy cansado.
—Traje todo para animarte y ese niño necesita estímulos. Voy a contratar una profesora de etiqueta infantil, terapias en Belo Horizonte, algo así.