En un pequeño pueblo andino, donde las montañas rozan el cielo y el viento huele a tierra húmeda, vivía una llama blanca con manchas grises a la que todos llamaban Sumaq, que en quechua significa “hermosa”.
Pertenecía a un anciano llamado Tayri, que la había criado desde que era una cría apenas más grande que una oveja. No era de carga ni de feria, ni siquiera daba lana. Era simplemente su compañera.
—No me habla, pero me entiende —solía decir Tayri mientras acariciaba el cuello de la llama.
La gente del pueblo se reía. Decían que Tayri ya deliraba por la edad. Pero todos lo sabían: la llama lo seguía a todas partes. A misa, al mercado, a las fiestas patronales. Nunca atada. Siempre libre.
Cuando Tayri murió, Sumaq desapareció por varios días.
Pensaron que se había ido al monte, que había regresado a la vida salvaje. Pero la encontraron en la loma detrás del cementerio, sentada frente a la tumba recién cubierta de su amo. No comía. No se movía. Solo estaba allí.
—Hay que llevarla de vuelta —dijo un joven.
—Déjala. Está haciendo su duelo —respondió una anciana.
Durante días, Sumaq permaneció en el mismo lugar. Las noches frías le helaban el pelaje, pero no se iba. Algunos comenzaron a subirle agua, mazorcas, un poco de sal. La gente ya no se reía. Comenzaron a hablarle también, como lo hacía Tayri.
Una mañana, cuando la niebla era tan espesa que parecía que el mundo flotaba, la llama bajó al pueblo.
Entró en la escuela, donde un grupo de niños aprendía a escribir. Se paró frente al pizarrón y se quedó quieta.
—¿Qué hace? —preguntó la maestra.
Nadie respondió. Pero los niños la rodearon. La acariciaron. Uno le leyó en voz alta.
Y así comenzó una rutina nueva: cada día, Sumaq bajaba del cerro, visitaba un lugar distinto —la escuela, la plaza, el puesto de salud— y luego regresaba a la tumba.
Una vez, incluso entró en una boda.
—Es Tayri, que aún quiere ver el pueblo —bromeó alguien.
Pero nadie se atrevió a echarla.
Pasaron los años, y Sumaq envejeció. Su pelaje se volvió más gris que blanco, su andar más lento. Hasta que un invierno, no volvió a bajar.
La encontraron acurrucada junto a la tumba. Con los ojos cerrados. En paz.
La enterraron junto a Tayri.
Y cada año, en el aniversario de la muerte del viejo, los niños suben con flores, con cuentos, con canciones.
—Porque hay amistades —dice la placa de piedra que dejaron— que ni el tiempo ni la muerte pueden desatar.
Y si algún día vas a ese pueblo y preguntas por Sumaq, no te contarán solo la historia de una llama.
Te hablarán de lealtad,
de duelo,
y de cómo, a veces, el amor se queda vigilando desde la loma.