“você é apertada, mas vou empurrar devagar” sussurrou o Cowboy Gigante ao ouvido da irmã do pastor
El granero estaba sumido en penumbra aquella sofocante tarde de agosto.
Sarah Miller sentía su corazón acelerado mientras Jake Morrison la acercaba, sus manos enormes contrastando con la delicadeza de su toque. La joven de 23 años, conocida por su impecable reputación como hermana del pastor, estaba a punto de cruzar una línea que cambiaría su vida para siempre.
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Jake, con sus casi dos metros de altura, la miraba con una mezcla de deseo y preocupación.
—¿Estás segura? —susurró por tercera vez.
Sarah mordió su labio y asintió, sabiendo que no había vuelta atrás. El gigante vaquero sonrió con ternura y prometió:
—Te voy a cuidar, Sarah, siempre.
El heno seco crujía bajo sus cuerpos mientras Jake se posicionaba sobre Sarah, apoyándose en los codos para no aplastarla con su peso considerable. Su respiración era pesada, controlada, mientras observaba cada expresión en el rostro de la joven. Sarah llevaba puesto un vestido azul de algodón que ahora estaba levantado hasta sus muslos, el corsé desabrochado, revelando la piel pálida que rara vez veía la luz del sol. Su cabello rubio se había soltado del moño, esparciéndose sobre el heno como hilos dorados.
Aquel momento era el culmen de semanas de tensión creciente, semanas de miradas furtivas durante los sermones dominicales, cuando Sarah intentaba mantener los ojos en las palabras de su hermano, pero inevitablemente desviaba la mirada hacia el hombre alto sentado en el último banco. Semanas de encuentros casuales en la calle principal, donde Jake siempre encontraba una excusa para ayudarla con sus compras o ofrecerle un aventón. Semanas de cartas secretas, escondidas entre las páginas de los himnarios, palabras ardientes que ninguno se atrevía a pronunciar en voz alta.
El deseo que sentían el uno por el otro se había convertido en una fuerza viva, palpitante, imposible de ignorar. Ningún sermón sobre pecado, ninguna advertencia sobre reputación, ningún miedo a las consecuencias podía apagar esa llama que ardía entre ellos.
Sarah sentía su cuerpo tenso, preparándose para lo desconocido. Era virgen, protegida por su hermano desde la muerte de sus padres. Jake, por su parte, no era inexperto, pero la trataba con una reverencia que la hacía sentirse preciosa, sagrada, de una forma que ninguna escritura había logrado.
Cuando finalmente intentó unirse a ella, Sarah no pudo evitar un pequeño gemido de incomodidad. Jake se detuvo de inmediato, su rostro grande marcado por la preocupación.
—¿Te duele? —preguntó, su voz profunda vibrando en el aire cálido del granero.
—Un poco —admitió Sarah, sintiendo el calor subir por su cuello y rostro—. Eres… eres muy grande.
Jake sonrió con una ternura que contrastaba con su apariencia intimidante. Se inclinó para besarle la frente, luego los párpados, las mejillas, la barbilla.

—Eres perfecta —murmuró contra su piel, apretada y perfecta—. Pero iré despacio, te lo prometo. No voy a hacerte daño.
Y cumplió su palabra. Jake se movió con una paciencia infinita que Sarah no sabía que los hombres podían tener. Le susurraba palabras dulces al oído, le decía lo hermosa que era, cuánto la deseaba, cuánto había esperado ese momento desde el primer día que la vio. Besó cada lágrima que escapó de los ojos de Sarah, ya no de dolor, sino de algo más profundo, más abrumador.
Gradualmente, el malestar inicial se transformó en algo completamente diferente. Sarah sintió su cuerpo empezar a ajustarse, a recibirlo, a responder de formas que no sabía que eran posibles. Se aferró a sus hombros anchos, maravillada por las sensaciones que recorrían cada nervio, cada músculo. Jake mantuvo los ojos fijos en ella todo el tiempo, observando, asegurándose de que estuviera bien. Y cuando finalmente vio el placer reemplazar la incertidumbre en el rostro de Sarah, cuando la sintió moverse buscando más, permitió que su propio control se aflojara ligeramente.
—Sarah —gimió, su nombre una oración en sus labios—. Mi Sarah.
La intimidad de ese momento los unía de una forma que ningún sacramento religioso podría igualar. Allí, en el calor polvoriento del granero, con el olor a heno y caballos alrededor, Sarah Miller y Jake Morrison se hicieron uno en todos los sentidos posibles.
Pero ese no había sido el comienzo de su historia. La semilla de ese amor prohibido se plantó tres meses antes, en un día común de mayo que resultó ser cualquier cosa menos común.
Jake Morrison llegó a Redemption Creek montado en su caballo negro, Midnight, llevando solo una mochila de cuero gastado y una reputación que lo precedía como una sombra amenazante. La gente se apartaba cuando pasaba por la calle principal. Las madres acercaban a sus hijos. Los hombres ponían instintivamente la mano sobre sus armas. Decían que había matado a muchos hombres, que tenía un pasado sangriento en Texas, que era buscado en tres estados por crímenes que iban desde robo hasta asesinato.
Las historias sobre Jake, el gigante Morrison, se contaban en voz baja en los salones y se susurraban tras puertas cerradas. La verdad, como suele pasar, era menos dramática pero igual de complicada. Jake había sido pistolero, sí, pero siempre del lado de la ley. Trabajó como ayudante de sheriff en varias ciudades fronterizas, limpiando las calles de bandidos y hombres violentos que aterrorizaban a ciudadanos honestos. El problema era que hacer justicia en el viejo oeste a menudo significaba ensuciarse las manos. Y Jake se las había ensuciado más veces de las que quisiera contar. Cada hombre que mató en legítima defensa o en cumplimiento del deber dejó una marca en su alma. Cada rostro lo atormentaba en sus sueños.
A los 32 años, Jake Morrison estaba cansado. Cansado de la violencia, de dormir con un ojo abierto, de vivir esperando el próximo enfrentamiento. Llegó a Redemption Creek buscando exactamente lo que el nombre de la ciudad sugería: redención, un nuevo comienzo, una oportunidad de ser más que sus cicatrices, más que su pasado sangriento. Quería trabajar en un rancho, tal vez, o abrir un negocio honesto. Quería despertar por la mañana sin buscar automáticamente su arma. Quería vivir en paz.
No esperaba encontrar una razón aún mejor para quedarse en su primera semana.
Sarah Miller apareció en su vida como un rayo de sol atravesando nubes de tormenta. Jake la vio por primera vez en el mercado general de Redemption Creek y fue como si el mundo dejara de girar por un momento. Ella estaba de pie junto al mostrador, discutiendo educadamente pero con firmeza con el vendedor, el Sr. Petterson, sobre el precio exorbitante que cobraba por tela común. Sarah llevaba un vestido sencillo de algodón estampado, limpio y bien cuidado, pero claramente no nuevo. Su cabello rubio estaba recogido en un moño bajo que dejaba ver un cuello gracioso. Y tenía una postura erguida que hablaba de orgullo y dignidad, incluso en circunstancias modestas.
Pero fue cuando giró la cabeza y sus ojos se encontraron que Jake sintió como si le hubieran dado un puñetazo directo en el estómago, expulsando todo el aire de sus pulmones. Era bonita, sin duda, rasgos delicados, piel clara, ojos verdes que brillaban con inteligencia. Pero había algo más, una fuerza interior, una determinación silenciosa que lo intrigó de inmediato. Ella no bajó la mirada como la mayoría de las mujeres. En cambio, lo evaluó abiertamente, de arriba abajo, antes de levantar una ceja ligeramente.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —se oyó preguntar Jake, acercándose a ella sin pensar.
Sarah lo miró de arriba abajo de nuevo, más lentamente. Debía parecer intimidante, lo sabía, con su tamaño, su ropa polvorienta, el arma visible en la cadera y la barba por hacer que le daba aspecto rudo. Pero ella no mostró miedo ni incomodidad.
—¿Puede ayudar? Convenciendo al Sr. Patterson aquí de que cobrar tanto por una yarda de algodón común es un robo descarado —dijo con una pequeña sonrisa que no llegó a sus ojos. Había humor, pero también frustración genuina.
Jake se giró lentamente hacia el vendedor, un hombre bajo y corpulento, con un bigote excesivamente encerado. No dijo nada. Simplemente lo miró, dejando que su tamaño y reputación hablaran por él. El Sr. Patterson tragó saliva, su rostro poniéndose rojo.
—Bueno, supongo que puedo hacer cincuenta para una clienta regular —balbuceó, evitando la mirada de Jake.
Sarah parpadeó sorprendida y luego su sonrisa se amplió genuinamente.
—Muchas gracias, señor Morrison.
—Jake Morrison —respondió, quitándose el sombrero en señal de respeto.
—Sarah Miller —dijo ella, extendiendo la mano con una confianza casi masculina—. Soy hermana del reverendo Thomas Miller, pastor de la Iglesia Bautista de Redemption Creek.
Jake sintió su estómago hundirse. La hermana del pastor, por supuesto, exactamente el tipo de mujer que un hombre con su pasado debía evitar a toda costa. Debería haberse despedido educadamente y nunca cruzar su camino. Pero al mirar de nuevo esos ojos verdes, esa sonrisa genuina, supo que ya estaba perdido.
En los días siguientes, se encontró buscando excusas cada vez más elaboradas para estar donde Sarah estuviera. Cuando llevaba compras, él aparecía mágicamente para ayudar. Cuando notó que la cerca de la iglesia necesitaba reparaciones, apareció una mañana con herramientas y comenzó a trabajar, rechazando cualquier pago. Y por primera vez en años, Jake Morrison asistió a un sermón dominical, sentándose incómodamente en el último banco mientras el reverendo Miller predicaba sobre tentación y pecado.
Sarah, por su parte, no desanimaba su atención. Por el contrario, siempre tenía una sonrisa para él, siempre encontraba una razón para conversar unos minutos más, siempre parecía estar donde él estaba, como si también estuviera creando oportunidades para encuentros casuales.
El reverendo Thomas Miller no era tonto. Tenía solo 35 años, no mucho mayor que Jake, pero las responsabilidades de cuidar una congregación y una hermana menor lo habían envejecido prematuramente. Thomas veía perfectamente cómo ese gigante vaquero miraba a Sarah y no le gustaba nada. Sarah era todo lo que le quedaba de familia después de que sus padres murieran de fiebre amarilla dos años antes, dejándolo como guardián de una joven de 21 años. La había protegido, educado en los caminos del Señor, intentado moldearla en la imagen de virtud y piedad que su posición exigía. Sarah era conocida en todo Redemption Creek por su devoción, modestia y obediencia al hermano mayor.
—Sarah —dijo Thomas una noche durante la cena, su voz más severa de lo habitual—. Quiero que te mantengas alejada de ese hombre Morrison.
Sarah levantó la vista del plato, el tenedor detenido a medio camino de la boca.
—¿Por qué? —preguntó, aunque sabía perfectamente cuál sería la respuesta.
—Es peligroso, un pistolero con pasado violento. No es el tipo de hombre que una joven decente debería conocer, mucho menos pasar tiempo con él.
—Ha sido perfectamente respetuoso conmigo —argumentó Sarah, sintiendo un calor subir por su cuello que no tenía nada que ver con vergüenza y todo con rabia defensiva.
—Por ahora —respondió Thomas sombríamente, dejando su cuchara—. Hombres como él solo quieren una cosa de chicas como tú, Sarah, y eres demasiado inteligente para no saberlo.
Sarah bajó la mirada al plato, pero por dentro, una pequeña voz rebelde susurraba que tal vez, solo tal vez, quería darle a Jake Morrison exactamente lo que él deseaba. Tal vez estaba cansada de ser la hermana perfecta del pastor, siempre adecuada, siempre viviendo según las expectativas de los demás.
Aquella conversación debería haber terminado el asunto, pero solo sirvió para hacer lo prohibido aún más atractivo.
Sarah empezó a encontrarse con Jake en secreto, mintiendo al hermano sobre adónde iba, inventando excusas sobre visitas a feligreses enfermos o trabajo de caridad. Las semanas siguientes fueron una deliciosa tortura para ambos. Se encontraban al atardecer, cuando las sombras se alargaban y las posibilidades de ser vistos disminuían. Caminatas bajo la luna a lo largo del río que cruzaba la propiedad de la iglesia. Conversaciones susurradas detrás del edificio, donde Jake fumaba y Sarah hablaba de sus sueños y frustraciones. Momentos robados que los dejaban ansiando más, por algo que ambos sabían que no debían desear.
Jake empezó a abrirse con ella de una forma que nunca hizo con nadie. Le contó sobre su pasado, sin ahorrar detalles desagradables. Habló de los hombres que mató, todos en defensa propia o cumpliendo el deber, pero muertos al fin. Habló de las pesadillas que lo atormentaban, de cómo se sentía sucio, manchado de una forma que ni el tiempo ni el agua podían limpiar.
—Quería que lo supieras —dijo una noche, mirando fijamente el río en vez de a ella—. Quería que supieras exactamente con quién te estás involucrando. No soy un buen hombre, Sarah. Lo intenté, pero…
—Eres un buen hombre —interrumpió Sarah con firmeza, girándole el rostro para que la mirara—. Un buen hombre en un mundo malo, obligado a hacer cosas malas para proteger a inocentes. Eso no te hace malo, Jake, te hace humano.
Sarah, por su parte, habló de la soledad de ser la hermana del pastor, de cómo se esperaba que fuera perfecta todo el tiempo, que nunca dudara ni deseara lo que no debía, de cómo se sentía atrapada en una vida que no eligió, viviendo para las expectativas de otros.
—A veces siento que me ahogo —confesó una noche, lágrimas brillando en sus ojos bajo la luz de la luna—. Thomas me ama, lo sé, pero quiere que sea algo que no soy, una santa, una mártir obediente y sonriente. Y yo no soy eso, Jake. Tengo pensamientos que una hija de pastor no debería tener. Deseos que me hacen cuestionar todo lo que me enseñaron.
—¿Y qué quieres ser? —preguntó Jake suavemente, girándose para mirarla completamente por primera vez esa noche.
Sarah dudó, su corazón latiendo tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. Luego, con una voz casi inaudible pero firme, dijo:
—Tuya. Quiero ser tuya.
Fue Jake quien retrocedió esta vez, pasándose la mano por el cabello en clara frustración.
—Sarah, no sabes lo que dices. No entiendes. No soy bueno para ti. Tu hermano tiene razón. Mereces alguien mejor, alguien limpio, alguien que pueda darte la vida que mereces.
—Mi hermano no decide mi vida —respondió Sarah, con acero en su voz ahora, una determinación que Jake no esperaba—. Y tú tampoco. Yo decido. Yo te elijo a ti, Jake Morrison, con todo tu pasado, todas tus cicatrices, todos tus demonios. Yo te elijo.
El beso que compartieron esa noche fue inevitable, desesperado, lleno de promesas no dichas y deseos largamente reprimidos. Las manos de Jake temblaban al sostener su rostro, tan grandes que podían envolverlo por completo, temeroso de romperla, de mancharla con su oscuridad. Pero Sarah no era frágil, como todos pensaban. Lo besó de vuelta con una pasión que lo sorprendió y lo encendió al mismo tiempo, presionando su cuerpo contra el de él, sin vergüenza ni duda.
Cuando finalmente se separaron, ambos estaban sin aliento. Jake apoyó la frente contra la de ella, los ojos cerrados, luchando contra el instinto de hacerla suya allí mismo, contra el árbol.
—Debemos esperar —se obligó a decir—. Hacerlo bien. Hablaré con tu hermano, pediré tu mano apropiadamente.
—Thomas nunca aceptará —interrumpió Sarah, realista a pesar de la pasión—. Lo sabes. Preferiría verme casada con cualquier granjero aburrido de la congregación antes que contigo.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Jake, sabiendo la respuesta pero necesitando oírla.
Fue Sarah quien sugirió el granero. Fue ella quien dijo que no quería esperar más, que no le importaban las convenciones ni lo que dijeran los demás, que estaba cansada de vivir según reglas ajenas. Quería a Jake, todo de él, y lo quería ahora.
—Mañana por la tarde —susurró contra sus labios—. El granero de los Henderson. Están de visita en Dallas. Nadie estará allí.
Jake debió haber dicho que no, debió insistir en hacer las cosas correctamente. Pero cuando miró esos ojos verdes, brillando con determinación y deseo, cuando sintió su cuerpo contra el suyo, todas sus nobles intenciones se evaporaron como rocío bajo el sol de Texas.
—¿Mañana por la tarde? —aceptó, sellando la promesa con otro beso profundo.
Así se encontraron en el granero abandonado de los Henderson, donde consumaron su amor sobre el heno suave, donde Sarah dejó de ser la virtuosa hermana del pastor y se convirtió simplemente en una mujer amando a un hombre.
Ahora, acostados juntos en las consecuencias de su pasión, Jake acariciaba su cabello con infinita ternura, sintiendo una paz que no conocía desde hacía años, quizá nunca. Sarah estaba acurrucada contra su pecho ancho, trazando patrones perezosos en la piel de él con los dedos, maravillada por las cicatrices que marcaban su cuerpo como un mapa de batallas ganadas y perdidas.
—No me arrepiento —dijo suavemente, como si leyera sus pensamientos—. Ni por un segundo.
—Aun así —respondió Jake, con voz ronca—. Debí haber esperado. Haber hablado con tu hermano primero, pedido tu mano como corresponde, darte una boda de verdad.
Sarah rió, un sonido alegre que resonó en el granero silencioso.
—Thomas nunca habría aceptado. No importa lo que dijeras o hicieras. Me habría casado con algún granjero aburrido que él aprobara, habría tenido sus hijos, manejado su casa y habría sido miserable el resto de mi vida, siempre preguntándome “¿y si?”, siempre preguntándome cómo sería haber sido lo suficientemente valiente para elegir mi propia vida.
Jake la acercó más, besando la coronilla, respirando su aroma: jabón sencillo y algo que era únicamente Sarah.
—Cásate conmigo igual —dijo impulsivamente, sorprendiéndose a sí mismo—. Vamos a la próxima ciudad mañana y buscamos un juez de paz o un pastor que no nos conozca. Tu hermano se enfadará, pero eventualmente te perdonará. Te ama demasiado para no hacerlo.
Pero Sarah conocía a Thomas mejor que Jake. Sabía que su hermano no perdonaría fácilmente. Quizá nunca lo haría. Sería una herida que tardaría años en sanar, si es que sanaba. Aun así, cuando miró al hombre a su lado, a esos ojos oscuros llenos de amor y esperanza y una vulnerabilidad que rara vez mostraba, supo que no había otra opción posible.
—Sí —susurró, sonriendo entre lágrimas—. Sí, Jake Morrison, me casaré contigo.
La noticia de su boda repentina explotó en Redemption Creek como un barril de pólvora. El escándalo fue inmenso, delicioso para algunos, horroroso para otros. El reverendo Thomas Miller se puso lívido cuando Sarah y Jake aparecieron en su puerta tres días después, casados por un juez de paz en la ciudad vecina, las alianzas simples de oro brillando en sus dedos. Thomas se negó a hablar con su hermana, ni siquiera la miró. Les dio la espalda y cerró la puerta en sus caras, dejando a Sarah con lágrimas corriendo por el rostro, pero el mentón en alto, desafiante.
La congregación estaba profundamente dividida. Algunos se escandalizaron y horrorizados por el comportamiento de la hija del pastor, murmurando sobre caídas de la gracia y malas influencias. Otros, especialmente los jóvenes y quienes secretamente resentían la autoridad moral del reverendo Miller, se deleitaron con la historia romántica: una joven virtuosa y un vaquero con pasado oscuro, unidos por amor contra todas las convenciones sociales. Era el tipo de historia que la gente contaba y recontaba, embelleciendo los detalles cada vez.
Jake usó los ahorros que había guardado cuidadosamente durante años para comprar un pequeño terreno en las afueras de la ciudad. Lo suficientemente lejos para tener privacidad, pero cerca para que Sarah pudiera visitar el pueblo cuando quisiera. Y entonces empezó a construir una casa para su esposa. No era una mansión ni una casa particularmente grande, pero era sólida, bien construida, con madera de calidad y ventanas que dejaban entrar mucha luz. Jake trabajó en ella todos los días, desde el amanecer hasta el anochecer, decidido a darle a Sarah un verdadero hogar. Algunos hombres de la ciudad, aquellos que habían llegado a respetar al gigante tranquilo, que siempre pagaba sus cuentas y nunca causaba problemas, vinieron a ayudar los fines de semana.
Sarah, por su parte, descubrió que la libertad tenía un sabor dulce y embriagador. Ya no era la hermana perfecta del pastor, ya no tenía que fingir ser algo que no era. Podía usar vestidos de colores vivos, si quería. Podía reír alto, sin preocuparse por el decoro. Podía expresar opiniones que antes guardaría para sí misma. También descubrió que tenía talento para convertir una casa en un hogar. Con recursos limitados pero mucha creatividad, decoró su nueva casa con cortinas que ella misma cosió, plantó un jardín que pronto floreció con vegetales y flores, y aprendió a cocinar los platos favoritos de Jake por ensayo y error y algunas recetas que mujeres amables del pueblo compartieron discretamente.
Los primeros meses de matrimonio fueron una mezcla de alegría y desafío. Eran diferentes en muchas formas fundamentales. Él, hombre de acción y pocas palabras, acostumbrado a resolver problemas con fuerza cuando era necesario. Ella, educada y articulada, acostumbrada a navegar situaciones sociales con diplomacia y palabras cuidadosamente elegidas. Discutían a veces, incluso ferozmente. Jake tenía un temperamento que normalmente controlaba bien, pero que a veces explotaba. Sarah tenía una lengua afilada cuando era provocada, capaz de cortar con palabras tan eficazmente como cualquier cuchillo. Pero siempre se reconciliaban, generalmente en la cama, donde sus diferencias se disolvían y recordaban lo que realmente importaba.
Donde realmente importaba, eran perfectamente compatibles. En la cama, Jake seguía siendo el amante gentil y atento que fue aquella primera vez en el granero, siempre preocupado por el placer de ella primero, siempre haciéndola sentir amada y deseada. Sarah florecía bajo su atención, volviéndose más segura en su propia sexualidad, más atrevida al expresar sus propios deseos.
Una noche, seis meses después de su boda, tras hacer el amor bajo el cielo estrellado de Texas en su propio patio, Sarah se acostó en los brazos de Jake y dijo calmadamente:
—Estoy embarazada.
Jake quedó paralizado por un momento, procesando las palabras. Luego, lentamente, una enorme sonrisa se extendió por su rostro rudo. Se volvió cuidadosamente, poniendo una mano grande y callosa sobre el vientre aún plano de ella, como si pudiera sentir la vida comenzando a crecer allí.
—Un bebé —susurró con absoluta reverencia—. Vamos a tener un bebé.
Sarah rió entre lágrimas felices que brotaron sin aviso.
—Vas a ser un padre maravilloso.
—Lo intentaré —prometió Jake solemnemente, como si hiciera un juramento sagrado—. Seré mejor que mi padre. Enseñaré a nuestro hijo a ser fuerte pero gentil, valiente pero compasivo. Lo amaré, lo protegeré y le daré la infancia que yo nunca tuve.
—O nuestra hija —corrigió Sarah con una sonrisa traviesa.
—O nuestra hija —aceptó él, besándola tiernamente—. Niño o niña, no importa. Será nuestro hijo, prueba de que algo bueno puede venir de personas imperfectas.
La noticia del embarazo hizo algo que Jake y Sarah no esperaban: trajo de vuelta al reverendo Thomas Miller a sus vidas. Apareció en su puerta una mañana fresca de otoño, luciendo más viejo y cansado de lo que Sarah recordaba de apenas unos meses atrás.
—¿Puedo entrar? —preguntó formalmente, sin mirar directamente a ninguno de los dos.
Sarah miró a Jake, que asintió en silencio.
Recibieron a Thomas en la modesta sala de estar, la tensión en el aire tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Thomas permaneció de pie, incómodo por un momento, girando el sombrero en sus manos. Finalmente habló:
—Vine a pedir disculpas.
Las palabras claramente le costaban mucho esfuerzo.
—Estaba equivocado. Equivocado en muchas cosas. Equivocado al intentar controlar tu vida, Sarah. Al pensar que sabía lo que era mejor para ti mejor que tú misma. Equivocado al juzgarte, Morrison, sin realmente conocerte. Has sido un buen esposo para mi hermana. Cualquiera lo puede ver. La casa que construiste, la forma en que la cuidas. Estaba equivocado.
Sarah sintió lágrimas brotar en sus ojos.
—Thomas…
—Déjame terminar —interrumpió él, finalmente mirándola directamente—. Tenía miedo, Sarah. Miedo de perderte como perdí a nuestros padres. Eres todo lo que me queda de familia y la idea de verte irte con un extraño… Pero me di cuenta de que al intentar mantenerte cerca, al intentar protegerte de todo, solo conseguía alejarte. ¿Eres feliz, Sarah? ¿Verdaderamente feliz?
—Más feliz de lo que jamás fui en toda mi vida —respondió con absoluta honestidad, su mano encontrando automáticamente la de Jake.
Thomas asintió lentamente, luego, con gran esfuerzo, extendió la mano hacia Jake.
—Cuídala. Cuida de ambos, de ella y del bebé.
—Con mi vida —prometió Jake, apretando la mano de su cuñado con firmeza—. Siempre.
Los años siguientes trajeron desafíos que pusieron a prueba a Jake y Sarah de formas que nunca imaginaron. Hubo sequías que casi destruyeron su pequeña granja, matando cultivos y dejando el ganado débil. Hubo inviernos duros, donde el frío penetraba hasta los huesos y se acurrucaban juntos para calentarse. Hubo momentos de duda cuando Jake se preguntaba si realmente podría proveer para su familia creciente, cuando Sarah dudaba si había hecho la elección correcta. Pero a través de todo permanecieron unidos. Cuando las cosas se ponían difíciles, se apoyaban el uno en el otro. Cuando el dinero escaseaba, encontraban formas creativas de sobrevivir. Cuando surgían conflictos, conversaban, discutían cuando era necesario, pero siempre se reconciliaban.
Tuvieron tres hijos a lo largo de los años. Primero vino James, un niño robusto que parecía una copia en miniatura de su padre desde que nació. Dos años después llegó Matthew, igual de grande y parecido a Jake. Y finalmente vino Emily, pequeña, delicada, con los ojos verdes exactos de su madre y una voluntad de hierro que rivalizaba con la de cualquiera.
Jake enseñó a los niños a montar antes de que pudieran caminar bien. Les enseñó a disparar con precisión, a defender a los más débiles y a nunca retroceder ante una pelea justa. Pero también les enseñó a leer y escribir, llenando la casa de libros que él nunca tuvo de niño. Les enseñó que la verdadera fuerza no está en los músculos, sino en el carácter.
Sarah educó a Emily para ser fuerte e independiente, para nunca dejar que nadie le dijera que no podía hacer algo solo por ser mujer. Enseñó a su hija a pensar críticamente, a cuestionar, a luchar por lo que creía. Y enseñó a sus tres hijos sobre bondad, compasión y la importancia de hacer lo correcto, incluso cuando es difícil.
Por las noches, después de que los niños finalmente dormían, lo que a veces llevaba horas, Jake y Sarah aún se encontraban en los brazos del otro. El deseo entre ellos no disminuyó con el tiempo ni con la familiaridad. Si acaso, se profundizó, maduró en algo más rico y complejo. Hacían el amor con la misma pasión de aquella primera vez en el granero, pero ahora templada por años de conocimiento íntimo mutuo. Jake sabía exactamente dónde tocar para hacer que Sarah se derritiera, sabía cuándo ser gentil y cuándo ella quería intensidad. Sarah conocía cada cicatriz en el cuerpo de Jake, cada zona sensible, cada palabra que lo hacía perder el control cuidadosamente mantenido.
—¿Te arrepientes? —preguntó Jake una noche, años después de su boda impulsiva, trazando patrones perezosos en la espalda de ella mientras descansaba contra su pecho.
Sarah se giró para mirarlo, pasando los dedos por la barba ahora salpicada de canas.
—Ni por un segundo —respondió sin dudar—. Me diste una vida, Jake Morrison. Una vida real, no solo una existencia de obediencia y expectativas asfixiantes. Me diste amor, pasión, hijos hermosos, propósito. Me diste libertad para ser quien realmente soy. Me diste redención.
Jake respondió suavemente, sus palabras cargadas de emoción:
—Me mostraste que podía ser más que mis cicatrices, más que mi pasado sangriento. Creíste en mí cuando nadie más lo hizo, ni yo mismo. Me diste una familia, Sarah. Me diste un motivo para despertar cada mañana, más allá de la simple supervivencia.
Se besaron entonces, un beso lento y profundo que hablaba de años de amor, de incontables noches compartidas, de promesas hechas y cumplidas religiosamente. Y cuando hicieron el amor esa noche, fue con la misma ternura y pasión de aquel primer encuentro en el granero de los Henderson, demostrando que algunos amores no solo sobreviven al tiempo y a las dificultades, sino que prosperan en ellas, creciendo más fuertes y profundos con cada año que pasa.
A la mañana siguiente, Sarah despertó antes que Jake, algo raro. Permaneció allí varios minutos, simplemente observándolo dormir. Aquel hombre gigante, aquel vaquero de pasado sombrío que había robado su corazón y cambiado su vida para siempre. La luz del sol entraba por la ventana, iluminando su rostro en reposo, suavizando las líneas de preocupación y trabajo duro que los años habían grabado allí.
Sarah sonrió para sí misma, recordando sus palabras aquel día en el granero, hace tanto tiempo.
—Eres estrecha, pero iré despacio. Confía en mí, Sarah. Te cuidaré. Siempre te cuidaré.
Y él la había cuidado todos los días, de todas las formas posibles. Ese gigante vaquero, con manos enormes y corazón aún más grande, había cumplido cada promesa, había superado todas las expectativas, había demostrado que el amor verdadero no conoce barreras de reputación, posición social o diferencias de pasado.
Sarah puso la mano suavemente sobre su corazón, sintiendo los latidos fuertes y constantes. Esa era su casa. No las paredes de madera a su alrededor, no la tierra que poseían, sino ese hombre, ese amor profundo e inquebrantable que habían construido juntos contra todas las probabilidades.