“MI PAPÁ NO SE FUE, ESTÁ ABAJO DE LA TIERRA BRILLOSA”, DIJO LA NIÑA DE 4 AÑOS. CUANDO LA POLICÍA EMPEZÓ A EXCAVAR EN LA COCINA, EL OLOR QUE SUBIÓ DEL PISO LOS HIZO RETROCEDER…

“MI PAPÁ NO SE FUE, ESTÁ ABAJO DE LA TIERRA BRILLOSA”, DIJO LA NIÑA DE 4 AÑOS. CUANDO LA POLICÍA EMPEZÓ A EXCAVAR EN LA COCINA, EL OLOR QUE SUBIÓ DEL PISO LOS HIZO RETROCEDER…

Prólogo: El Silencio de los Culpables

El informe sobre el escritorio del comandante Marcos Ríos era irritantemente escueto. Decía: “Reporte de persona desaparecida”. Nombre del ausente: Julián Casasola. Denunciante: Martha Casasola, esposa. Y eso era todo. Sin detalles, sin contexto. Un caso más en una pila de papeleo que amenazaba con tragarse su tarde de martes en la bulliciosa Ciudad de México.

Ríos estaba a punto de archivarlo como “no prioritario”, un caso más de un marido que probablemente se había ido de parranda y volvería a casa con la cola entre las patas en un par de días. Pero un detalle le llamó la atención, una nota a mano escrita por el sargento de guardia. La persona que había acudido a la delegación no era la esposa, Martha. Había sido la vecina de al lado, una mujer llamada Francisca, y no había venido sola. La acompañaba una niña pequeña, de unos cuatro años, que se aferraba a un oso de peluche raído con la fuerza de un náufrago.

El comandante Ríos, un hombre curtido por veinte años de ver lo peor de la naturaleza humana, sintió esa punzada familiar en la nuca. La señal de que algo andaba muy, muy mal.

Hizo pasar a la vecina y a la niña a su oficina. Francisca era un manojo de nervios. Hablaba rápido, sus manos gesticulando frenéticamente.

“Comandante, yo sé que no debería habérmela traído, Martha se va a poner furiosa, me dijo que no la sacara de la casa”, dijo, su voz un torrente de ansiedad. “Pero es que la niña… dijo algo. Algo que me heló la sangre. Tiene que escucharla usted mismo”.

Ríos asintió, su rostro suavizándose instintivamente al mirar a la pequeña. Era una muñequita de porcelana, con dos trenzas oscuras y unos ojos enormes y solemnes que parecían haber visto demasiado. El oso de peluche que abrazaba tenía un ojo colgando.

“Hola, campeona”, dijo Ríos con una voz que no solía usar. “¿Cómo te llamas?”.

“Me llamo Ana”, respondió la niña, su voz apenas un susurro que se perdió en la vasta oficina.

“Ana, qué bonito nombre. Oye, Ana, ¿tú sabes a dónde se fue tu papá?”, preguntó el comandante con delicadeza, esperando la respuesta habitual de un niño: “Se fue a trabajar”, “Se fue de viaje”.

Pero Ana no respondió de inmediato. Levantó la vista, sus grandes ojos oscuros fijos en los de Ríos, como si estuviera midiendo si podía confiar en él. Luego, con una lentitud que hizo que el aire en la habitación se volviera espeso, dijo cinco palabras que transformaron un caso de rutina en una pesadilla.

“Mi papá está bajo la tierra”.

El comandante sintió un escalofrío. Miró a Francisca, cuyo rostro se había tornado del color de la cera. Un joven oficial que estaba cerca, tomando notas, dejó caer su bolígrafo con un ruido seco.

“¿Qué… qué quieres decir, Ana?”, preguntó Ríos, inclinándose, su tono ya no paternal, sino tenso y cauteloso. “¿Debajo de la tierra? ¿En el jardín?”.

Ana negó con la cabeza lentamente, sus trenzas balanceándose. “No. Abajo del piso. En la cocina”. Hizo una pausa, como si estuviera recordando un detalle crucial. “Donde la tierra es más brillosa”.

“¿Tierra brillosa?”, repitió Ríos, perplejo.

“Sí”, asintió la niña con una seriedad escalofriante. “Mami echó mucha agua con jabón. Ahora es tierra que brilla. Y mi papá… tiene mucho frío ahí abajo”.

Un silencio de tumba cayó sobre la oficina. Un silencio que gritaba. Ríos sintió el sabor amargo de la adrenalina en la boca. Se levantó de un salto y llamó a su segundo al mando, el teniente Ricardo Monreal, un hombre joven pero con un instinto tan afilado como el suyo.

“Ricardo”, ordenó Ríos, su voz ahora dura como el acero. “Tráeme a Martha Casasola a esta delegación ahora mismo. Con discreción. Reúne a un equipo de forenses y peritos. Consigue una orden de cateo. Quiero esa casa asegurada y lista para ser revisada en menos de una hora”.

La maquinaria policial se puso en marcha con una velocidad vertiginosa. El caso había pasado de ser un papel en un escritorio a una investigación de homicidio en toda regla. Y todo por el susurro de una niña que hablaba de tierra que brilla y de un padre que tenía mucho frío.


Parte 1: La Calma de la Viuda Negra

Menos de treinta minutos después, Martha Casasola entró en la oficina del comandante Ríos. Su llegada no fue lo que él esperaba. No había pánico, no había indignación por haber sido “invitada” a la delegación. Su compostura era tan absoluta que resultaba perturbadora.

Era una mujer atractiva, de unos treinta y tantos años, con el cabello oscuro recogido en un moño impecable. Llevaba una blusa blanca y pantalones negros de corte perfecto. Ni una arruga. Sus ojos, de un marrón oscuro, lo miraron con una calma gélida, sin rastro de las lágrimas que uno esperaría de una esposa cuyo marido lleva días desaparecido.

“Comandante”, dijo, su voz tan controlada como su apariencia. “Ya le dije al oficial que me trajo. No sé qué hago aquí. Mi esposo Julián es así. A veces desaparece. Se va unos días sin avisar. Tiene… problemas. Pero siempre vuelve”.

Ríos la observó, inmóvil. Era una actuación magistral, pero él había visto demasiadas actuaciones en su carrera. “¿Y no le parece extraño, señora Casasola? ¿Un hombre de familia que simplemente… se va?”.

Ella se encogió de hombros, un gesto de indiferencia estudiada. “Es su forma de lidiar con el estrés. Ya me he acostumbrado”.

El teniente Monreal, de pie junto a Ríos, intervino. “Señora, sus vecinos nos informaron de algo diferente. Dicen que la noche que su esposo desapareció, escucharon gritos. Una discusión muy fuerte. Sonidos de cosas rompiéndose”.

La máscara de calma de Martha se agrietó por una fracción de segundo. Un destello de furia brilló en sus ojos antes de ser extinguido. Suspiró, como si estuviera lidiando con niños tontos.

“Sí, discutimos. Fue una pelea fea, lo admito. ¿Y qué matrimonio no las tiene, comandante? Julián rompió un par de platos. Y luego se fue. Eso es todo”.

“¿Y sobre qué discutían, si se puede saber?”, preguntó Ríos, su tono peligrosamente suave.

“Dinero”, respondió ella sin dudar. “Siempre es por el dinero, ¿no?”.

Era demasiado perfecto. Demasiado ensayado. Ríos asintió lentamente, fingiendo aceptar su historia. “Entiendo. Bueno, gracias por su cooperación. Puede esperar en la sala de al lado mientras hacemos unas comprobaciones de rutina”.

Mientras Martha salía, Monreal se acercó a su jefe. “No le creo una palabra, comandante. Está mintiendo”.

“Lo sé, Ricardo. Está mintiendo con cada poro de su piel”, respondió Ríos, su mirada fija en la puerta por la que acababa de salir Martha. “Y mientras la entretenemos aquí, nuestros equipos ya están en su casa. Vamos a ver qué nos dice esa ‘tierra brillosa’ de la que hablaba la niña”.


Parte 2: El Olor Bajo la Cocina

La casa de los Casasola era una de esas viviendas de clase media en la colonia Narvarte. Un lugar de apariencias ordenadas, con un pequeño jardín cuidado y geranios en las ventanas. Nada que sugiriera el horror que se escondía en su interior.

El equipo de forenses entró con un respeto casi religioso. El teniente Monreal los dirigió directamente a la cocina. Y allí lo vieron.

El suelo era de baldosas de cerámica blanca y negra, un diseño clásico de tablero de ajedrez. Pero en el centro de la cocina, había un área, un cuadrado de aproximadamente dos por un metro, donde las baldosas eran visiblemente diferentes. El color era ligeramente más claro, el cemento entre ellas más nuevo, más fresco. Y toda esa área parecía haber sido limpiada recientemente, con un producto tan fuerte que el olor a cloro y pino todavía picaba en la nariz.

La “tierra brillosa”. Las baldosas recién pulidas.

Uno de los peritos se arrodilló y pasó una luz ultravioleta sobre la zona. Varias manchas, invisibles al ojo desnudo, brillaron con una luz espectral. Manchas que habían sido limpiadas, pero no por completo. Manchas de sangre.

“Aquí es”, dijo el perito, su voz apagada.

Con cuidado, utilizando un martillo y un cincel, empezaron a levantar la primera baldosa. El sonido del metal contra la cerámica rompió el silencio de la casa. Levantaron una, luego otra. Debajo, no había un contrapiso sólido. Había tierra. Tierra suelta, removida recientemente.

Y entonces, el olor los golpeó.

Fue un olor dulce, nauseabundo, inconfundible. El olor de la descomposición. Un olor que, una vez que lo hueles, nunca se olvida. Dos de los oficiales más jóvenes tuvieron que salir de la cocina, con la mano en la boca, luchando contra las arcadas.

Con máscaras puestas, empezaron a cavar. La tierra estaba húmeda, compacta. Cavaron unos treinta centímetros, y luego la pala de uno de los hombres golpeó algo. Algo blando.

Con sumo cuidado, usando sus manos enguantadas, empezaron a apartar la tierra. Lo primero que apareció fue un trozo de tela. Una camisa azul a cuadros. Y luego, una mano. Pálida, rígida, con los dedos ligeramente curvados.

Ya no había ninguna duda. El cuerpo de Julián Casasola había sido encontrado. Estaba exactamente donde su hija de cuatro años había dicho que estaría. Debajo de la tierra que brilla.

Monreal salió de la casa, su rostro una máscara de furia contenida. Sacó su teléfono y llamó al comandante.

“Lo encontramos, jefe”, dijo, su voz tensa. “Está aquí. Justo como dijo la niña”.


Parte 3: El Rompecabezas del Horror

De vuelta en la delegación, la atmósfera se había vuelto eléctrica. El comandante Ríos miró a Martha Casasola a través del cristal de la sala de interrogatorios. Seguía sentada, erguida, con las manos entrelazadas sobre la mesa. La calma de un depredador que sabe que ha sido acorralado.

Ríos entró en la sala, seguido de Monreal. Dejó caer una carpeta sobre la mesa con un ruido sordo que hizo que Martha diera un respingo.

“Se acabaron las mentiras, señora Casasola”, dijo Ríos, su voz fría como el hielo. “Hemos encontrado a su esposo”.

La barbilla de Martha tembló, pero se recuperó rápidamente. “¿Dónde estaba? ¿En un hotel? ¿Con otra mujer?”.

“Estaba en su cocina”, respondió Monreal. “Enterrado bajo las baldosas. ¿Le suena de algo?”.

El color abandonó el rostro de Martha. Por primera vez, el miedo real, desnudo, apareció en sus ojos. Se quedó sin palabras.

“Su hija Ana nos lo dijo todo”, continuó Ríos. “Nos habló de la ‘tierra brillosa’. Nos dijo que su papá tenía mucho frío. ¿Sabe por qué el piso brillaba, señora? Por la cantidad de lejía que usó para intentar limpiar la sangre. ¿Y sabe por qué su papá tenía frío? Porque llevaba casi una semana muerto y enterrado en su propia casa”.

Martha empezó a temblar. Su fachada de control se hizo añicos. “No… no es lo que parece… Fue un accidente…”.

“¿Un accidente?”, la presionó Ríos. “¿Discutieron por dinero, rompieron un par de platos y ‘accidentalmente’ lo golpeó en la cabeza con un objeto contundente, lo mató, y luego pasó toda la noche cavando un hoyo en la cocina para enterrarlo? ¿Esa clase de accidente?”.

Los detalles empezaban a encajar. El arma homicida, un pesado candelabro de hierro, fue encontrada en el fondo de un cubo de basura, también meticulosamente limpiada. Los forenses determinaron que Julián había sido golpeado por la espalda. No había habido pelea. Había sido una ejecución.

“¿Por qué lo hizo, Martha?”, preguntó Monreal, su tono ahora más suave, casi comprensivo. “Sabemos que Julián tenía problemas. Adicción al juego, deudas. ¿La amenazó? ¿Amenazó a la niña?”.

Martha rompió a llorar. Unos sollozos secos y convulsivos. “No era por el dinero…”, balbuceó entre lágrimas. “No era solo por el dinero. Era por ella. Por Ana”.

La confesión que siguió fue una historia sórdida y trágica. Julián, ahogado por las deudas de juego, había planeado algo impensable. No solo quería vaciar sus cuentas bancarias y huir. Quería llevarse a Ana con él. La noche de la discusión, se lo dijo. Que se iba y que se llevaba a la niña. Que Martha nunca más la volvería a ver.

“Dijo que era lo único de valor que le quedaba”, sollozó Martha. “Que la vendería si fuera necesario. Que haría cualquier cosa. Se estaba volviendo loco. Se abalanzó sobre mí, y luego fue hacia la habitación de Ana. Yo solo… cogí lo primero que encontré. Y lo golpeé. Solo quería detenerlo. Pero… no se detuvo. Siguió viniendo hacia mí. Y volví a golpearlo…”.

Se tapó la cara con las manos. “Cuando cayó, ya era tarde. Había tanta sangre… Entré en pánico. No quería que Ana viera eso. La encerré en su cuarto y… y empecé a limpiar. Y luego… no sabía qué hacer con él. Así que… cavé. Cavé toda la noche”.

La historia era plausible. Desgarradora. Casi justificable. Defensa propia. Defensa de una madre protegiendo a su hija. Ríos casi se la cree.

Pero había un detalle que no encajaba. Un detalle que la pequeña Ana les había revelado y que Martha, en su confesión, había omitido convenientemente.


Parte 4: La Confesión de una Niña

Más tarde esa noche, después de que Martha fuera trasladada a una celda, el comandante Ríos se sentó de nuevo con Ana. La niña estaba ahora al cuidado de una psicóloga infantil en una sala tranquila de la delegación.

“Ana”, dijo Ríos suavemente. “Hiciste algo muy valiente hoy. Ayudaste mucho a tu papá”.

Ana lo miró, sus ojos grandes y serios.

“Comandante”, dijo la psicóloga. “Ana ha estado dibujando. Quiero que vea esto”.

Extendió un dibujo hecho con crayones sobre la mesa. Era el dibujo de un niño: figuras de palo, una casa torcida. Pero el contenido era escalofriante. Había tres figuras. Una era ella misma, “Ana”. Otra era “Mami”. Y la tercera… no era “Papi”. El nombre escrito con letras temblorosas era “Tío Luis”. La figura de “Mami” y la del “Tío Luis” estaban juntas, sonriendo. Y la figura de “Papi” estaba en el suelo, con cruces en lugar de ojos.

Ríos sintió un nudo en el estómago. “¿Quién es el Tío Luis, Ana?”.

“Es el amigo de mami”, respondió la niña con naturalidad. “Viene a jugar cuando papi no está. Y a veces… cuando papi está durmiendo”.

La verdad final, la más fea de todas, cayó como una losa. No había sido un acto de defensa desesperada. Había sido un plan.

El equipo de investigación rápidamente identificó a Luis, el hermano menor de Julián. El “tío”. Descubrieron mensajes de texto, registros de llamadas. Martha y Luis llevaban meses teniendo una aventura. Habían planeado la muerte de Julián. El motivo no era solo el miedo a que se llevara a la niña; era la codicia. Julián tenía un seguro de vida considerable, y ellos querían empezar una nueva vida juntos con ese dinero y con Ana.

La discusión sobre el dinero y la amenaza de Julián de llevarse a la niña fueron reales. Pero no fueron el catalizador del asesinato. Fueron la coartada perfecta. La pelea se les fue de las manos, sí, pero no como Martha había dicho. Fue Luis quien golpeó a Julián por la espalda mientras discutía con Martha. Fue un asesinato a sangre fría, planeado y ejecutado por dos amantes.

Lo que no habían previsto es que la pequeña Ana, supuestamente dormida en su cuarto, lo había visto todo a través de la rendija de la puerta. Vio a su madre y a su tío limpiar la sangre. Vio cómo arrastraban el cuerpo de su padre. Vio cómo levantaban las baldosas. Y en su mente de cuatro años, procesó el trauma de la única manera que pudo: “Mi papá está bajo la tierra que brilla”.

El testimonio de la niña fue la pieza clave que desmontó la historia de Martha. Luis fue arrestado esa misma noche. Su coartada se derrumbó. Ambos confesaron.

El comandante Ríos se quedó en su oficina hasta altas horas de la madrugada, mirando el dibujo de la niña. Un dibujo infantil que había resuelto un asesinato. Sintió una profunda tristeza por Ana, una niña que había perdido a su padre a manos de su madre y su tío. Una niña cuya inocencia había sido destrozada, pero cuya extraña y literal honestidad había sido el único faro de verdad en una noche de mentiras y oscuridad.

El silencio que ahora reinaba en la casa de los Casasola ya no era el de un crimen oculto. Era el silencio de una tragedia familiar completa. Y todo había salido a la luz, no por el trabajo de detectives experimentados, sino por la voz tranquila de una niña que solo quería que alguien supiera que su papá tenía mucho frío.

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